martes, 8 de marzo de 2016
Apagando fuegos

bomberos argentinos

Adolfo Athos AguiarBuenos Aires. Por Adolfo ATHOS AGUIAR

Para Umberto Eco «El verdadero héroe es héroe por error. Sueña con ser un cobarde honesto como todo el mundo». El “cobarde honesto” es un ente harto improbable, cuya existencia dependería de circunstancias vitales que jamás lo enfrentaran a mínimas disyuntivas. El héroe enfrenta una incompatibilidad: entre la cobardía y la honestidad, elige la honestidad. Cuando elige la cobardía, la honestidad desaparece.

Tras la gradual desaparición del valor religioso, expandida en la post modernidad a toda otra clase de valores, el “verdadero héroe” es problemático. Si aparece, es en una conjunción de circunstancias y personalidad excepcionales, que lleva al punto de sospechar que se ha cometido un error, o que el acto mismo de heroísmo es en sí un error.

El concepto de “valor” sufre de una creciente ambigüedad (el diccionario RAE reconoce trece acepciones), inadmisible para los códigos clásicos de coraje y deber (Desde “El Libro del Orden de Caballería” del filósofo medieval mallorquín Ramón Llull hasta el Código de Honor del Regimiento de Granaderos a Caballo), para los que el cumplimiento del deber -otro vocablo ambiguo- no tenía matices, no se detenía ante sacrificios, ni propios ni ajenos. Llull hace oficial la designación de “Misericordia” (que se perpetuó hasta los tercios españoles del siglo de oro) para un puñal auxiliar que servía tanto para rematar como para defenderse en última instancia, y la rodea de una interpretación mística y funcional.

El valor de los valores se ha ido diluyendo. Son interpretables, relativizables, flexibles y contradecibles. Como una prenda multiuso, que la comodidad o conveniencia del sujeto permite adaptar, transformando a la ética en catálogos de preceptos negatorios y restrictivos. Los teóricos modernos (sobre todo españoles –Fernando Savater, Adela Cortina, Victoria Camps y otros) intentan desenterrar de nuestro agnosticismo la tradición griega heredada a través del primer cristianismo. Pretenden restituir a la ética –y por extensión a las mezquinas éticas profesionales- su misión de arte y ciencia de la vida plena, vencer la finitud y trascender las miserias de la individualidad y alcanzar una plenitud de existencia, que se atreven a equiparar con la felicidad. En Argentina, en territorio y época hostil a cualquier valor, el injustamente poco valorado Horacio Sueldo pudo fascinar a un auditorio masivo y heterogéneo desarrollando la ética de cualquier profesión sobre esas cuatro virtudes cardinales platónicas (prudencia, justicia, fortaleza y templanza).

Estas aspiraciones que parecen tan teóricas y abstractas, tienen sin embargo una demostración cotidiana en la función comunitaria de los bomberos voluntarios. Cada vez que el ulular de la sirena los saca de sus mesas, sus camas, sus trabajos o su ocio, los rescatistas ejercen una docencia concreta de la ética del deber, mucho más explícita que cualquier cátedra verbal y ampulosa. Corren al misterio de una emergencia, que en su esencia no revelada frecuentemente los pondrá en riesgo de vida, movidos por lemas brutalmente enérgicos como “no se nos muere nadie” o “salvar o perecer”. Para quien le haya tocado, la aparición de las franjas luminosas transversales de sus trajes será por el resto de su vida lo más cercano a una aparición angelical y a un momento de esperanza.

Esta simple formulación de hecho movida por instintos humanitarios y básicos escapa a las deontologías. La primordial energía destructiva del fuego no prevé codificaciones, ni admite matices o interpretaciones. Sólo remite a un deber esencial, el del servicio a la necesidad. El enemigo primordial requiere un combate primordial. Esta es la base que a todos los demás se nos escapa.

A su fundamento, algunos muy antiguos lo llamaban amor al prójimo; otros, solidaridad. Para los rescatistas y bomberos voluntarios todavía está allí, tan inexplicable como irresistible. Para los demás, sigue siendo palabrería y abstracción que siempre se puede dejar para más adelante, o en último plano.