miércoles, 17 de abril de 2019
La última carrera de «Caballo loco», por Carmen DE CARLOS

Por Carmen DE CARLOS, para SudAméricaHoy

Con las yemas de dos dedos, Alan García sujetaba el pestillo de una puertecilla secreta del cuarto de baño. Estaba escondido en ese armarito, tamaño ataúd, mientras los soldados de Alberto Fujimori ponían patas arriba su casa. El autogolpe de “El chino”, como se conocía y presentaba el ex presidente nacido en Japón, llegó de la mano de redadas y ajustes de cuentas. Uno de los primeros en la lista después de aquel 5 de abril de 1992, era él. García, conocido por sus arrebatos como “Caballo loco”, logró huir al galope por los tejados sin que sus perseguidores pudieran echarle el lazo.  El presidente más joven de los dos últimos siglos en Perú, terminaría  asilado en Colombia.

Alan contaba la anécdota en el 2006, un par de días  después de regresar a la Presidencia de Perú, tras vencer en las elecciones a Ollanta Humala, por entonces considerado el diablo rojo y favorito de Hugo Chávez.

En aquella entrevista para ABC de España, la sombra del joven García no parecía tan alargada. El presidente electo estaba determinado a recuperar su nombre para la historia y enderezar los renglones torcidos que le hicieron en su juventud (tenia 36 años) proclamar la nacionalización de la banca como si escuchara las notas del himno nacional. Alan se presentaba como un hombre nuevo. Había entonado el mea culpa de algunos de sus errores, declarado su amor infinito a Dios y confesado su propósito de enmienda para construir un futuro ejemplar para el Perú y para sí mismo.

Los casos de corrupción que le habían salpicado se los sacudía como si fueran migajas de un banquete ajeno y sus vínculos postreros con el fujimorismo y Vladimiro Montesinos, los consideraba inexistentes. Hablaba de «El niño» con la profundidad del especialista que era. El fenómeno que arrasa cíclicamente la costa del Pacífico y termina con las cosechas y enloqueciendo a la pesca, no tenía secretos para él. Abrazado a la bandera de la trasparencia, le escuché decir que los presidentes, cuanto más ricos, más avariciosos y corruptos. Decía estar convencido que la tentación de los que lo tienen todo es superior a la de los que llegaban con una mano delante y otra atrás.

El nuevo Alan había vuelto al poder y estaba dispuesto a todo para dejar un buen recuerdo. El destino le había dado otra oportunidad y para su tranquilidad, las hordas de Sendero Luminoso ahora eran rebaños asilvestrados en la selva y no aquel ejército maoísta sin escrúpulos ni piedad que amenazó con tomar Lima mientras dejaba un rastro de cadáveres y cuerpos descuartizados. Tampoco el  el MRTA era lo que fue. El movimiento Revolucionario Túpac Amarú había perdido a Cerpa Cartolini y a los pocos que quedaban en su última gesta convertida en masacre durante el desenlace del asalto a la residencia del Embajador Japonés en Lima, en 1997. En ese escenario de paz y con la herencia económica de Alejandro Toledo, el líder del Apra se sentía libre y seguro para hacer un buen Gobierno.

Los peruanos decían que no había que escuchar a Alan García porque si lo hacías te convencía. Ese hombretón, de cerca de dos metros, podía hablar horas sin tropiezos y hacerlo con el embrujo de los grandes políticos. Tenía una memoria prodigiosa de la que presumía cuando se le advertía porque, aseguraba, no era un milagro sino el fruto del esfuerzo y el trabajo diario.

Su personalidad, como su vida, estuvo cuajada de episodios intempestivos. Tan pronto le atizaba un puntapié en el trasero a un desarrapado, que le seguía por la calle como si fuera un ídolo, como se iba volando a Nueva York a retratarse, emocionado, con su nieto. “Es un hecho maravilloso ver cómo la vida se prolonga al mismo tiempo que la vida lo va despidiendo a uno, pero un niño es un regalo de Dios y es algo maravilloso”, comentaba el pasado mes de octubre con el bebé en los brazos. A los 69 años Alan García mantenía sus dotes de seductor (tuvo tres mujeres y seis hijos) y su tendencia a abrir el ventilador para esparcir las porquerías de los otros cuando empezaban a flotar las suyas.

El escándalo de la constructora de Marcelo Odebrech tuvo su epicentro en Brasil pero la onda expansiva más potente sacudió, como a ningun otro país, al Perú. Aparte el caso de Alberto Fujmori, el resto de los presidentes que le siguieron quedaron procesados y Ollanta Humala y su mujer, Nadine Heredia, a la sombra una larga temporada. Alejandro Toledo se escurre del brazo de la justicia atrincherado en Estados Unidos, su cárcel de oro. Alan García intentó una jugada parecida el día que se plantó en la Embajada de Uruguay y pidió refugio. Aquel hombretón, de cerca de dos metros de altura, con voz potente hasta para cantar corridos mexicanos, no esperaba que le dieran un portazo. Se volvió a casa con la certeza de que sus días en libertad estaban contados, que sus estancias en Madrid o París no podrían ser para siempre y quizás por primera vez en su vida, asumió la derrota antes de la batalla.

En esta ocasión los que le fueron a buscar no eran los secuaces de El chino, esta vez era la justicia y no podía esconderse en el mismo armario ni galopar por los tejados. Pero, Caballo loco, era un ejemplar único, pura raza, soberbio, enamorado de su reflejo como Narciso y olvidadizo de la ley divina. Esperó al repique de las campañas de la puerta que  sonaban por él y antes de que pudieran detenerle, se entregó a su suerte y a su pistola. Como un dios, se perdonó a sí mismo y se quitó la vida. En definitiva, era su historia y él, el elegido para escribir el final.