lunes, 6 de abril de 2020
«Covid-19, el mundo a sus pies», por Cecilia PONCE RIVERA

«Los antiguos reverenciaban la temible oscilación de la diosa Fortuna, conscientes, a su manera, de que los poderes de la historia parecen una mezcla volátil de estructura y azar, de las leyes de la naturaleza y la pura suerte»

El Fatal Destino de Roma, Kyle Harper.

Por Cecilia PONCE RIVERA , para SudAméricaHoy

En 541 d.C., la Plaga de Justiniano llegó a Constantinopla, proveniente de Egipto, por el Mar Mediterráneo. Mató a la mitad de la población mundial. Ochocientos años después, insatisfecha, regresó vestida de negro para arrebatar más de doscientos millones de vidas en dos años. A continuación, volvió a Londres con cuarenta brotes intermitentes que aparecieron en un plazo de treinta años. Finalmente, en 1665, el año de la Gran Plaga, después de eliminar a cien mil londinenses en tan solo siete meses, cedió.  Entre 1928 y 1920 la terrible Gripe Española, arrebató la vida a cincuenta millones de personas. A la fecha, la del Virus del Síndrome de Inmunodeficiencia Adquirida (VIH/SIDA), surgida en los años ochenta, ha dado muerte a cerca de 35 millones de personas. Finalmente, tres años después de inaugurado el milenio, el virus SARS, que infectó a 8.096 personas. asesinó a 774 de ellas.

El SARS, descubierto por los virólogos alemanes Christian Drosten y Stephan Günther, ya había sido una llamada de atención para mejorar la capacidad de respuesta ante la amenaza de una pandemia que funcionó con el H1N1, el Ébola y el Zika.  Diarios médicos y científicos, así como personajes involucrados en genética por medio de inversión y filantropía como Bill Gates alzaban la voz persistentemente. Sin embargo, para la gran mayoría, el 17 de noviembre del 2019, día en el que el Paciente Uno fue identificado en la Provincia de Hubei en China, pasó inadvertido.

El mundo, con sus industrias automotriz y energética, poblado de ciudades dispares, visiblemente dividido entre países industrializados y países en desarrollo, era campo fértil de innovación en medicina, inteligencia artificial y arquitectura genética. La meta estaba claramente definida: longevidad, eficiencia y perfección: El Homo Deus en su esplendor. En blanco y negro, descrito con hilado sentido y en ritmo fluido por Harari, autor del bestseller con el mismo nombre y llevado a la práctica temerariamente por el científico He Jiankui, creador de los primeros bebés modificados genéticamente. 

En la vida cotidiana las compras rutinarias, el entrenamiento y hasta las luchas sociales se activaban cómodamente desde aparatos inteligentes a partir de un fugaz pero poderoso “click”. Las preguntas se respondían automáticamente de la misma manera que se acostumbraba recibir un paquete. El terrorismo dejaba poco a poco de infligir terror. El individualismo extremo, que en su ruta equivocada no resultaba en creatividad sino en la producción de narcisistas en masa, se nutría del el ocio y la banalidad.

La forma de alimentarse, la percepción sobre el viajar en aéreo, no importaba el tema, cualquiera “formaba” una opinión y lo hacía inmediatamente, independientemente del grado de su ignorancia. Había exceso de información, pero falta grave de criterio.  El éxito de la anticultura evidenciaba iniciativa, pero poca erudición. Desde ese punto, el arte era conceptual y en la política el populismo dominaba con fuerza ambos extremos del conocimiento mágico. Globalistas y nacionalistas tiraban de una y otra punta de la cuerda y en esa dinámica, cínicamente mantenían a su verdugo, el status quo. La polarización era arma efectiva, llave de acceso al curso de una nueva etapa en la historia, una especie de utilitarismo platónico. Incluso, la ética se estaba convirtiendo en un traje a la medida.

Del consumo a las emociones, la vida contemporánea era precipitada y mutaba velozmente. Las grandes metrópolis eran calles hastiadas de ansiedad, personas que corrían llegando sin poder llegar. Dicha ambigüedad, sin embargo, era ignorada por un ser humano caprichoso, egoísta e intransigente, que, en su arrogancia, gozaba de maleable certeza. En aquellos tiempos intuitiva, la pregunta no deambulaba en el qué ni en el cómo, pues, por un lado, una crisis económica de lo más explosiva se entreveía en el horizonte cercano y por el otro, se sabía que por las transformaciones abruptas ejercidas sobre los ecosistemas (la extracción de recursos, la deforestación, la transformación de los paisajes, la interconexión comercial, el abuso de los antibióticos y el cambio climático), una pandemia era inevitable. La duda se volcaba pues en el ¿cuándo?

Sucedió.

Un meteorito de dimensiones minúsculas, de apenas unos 120 a 160 nm, nos alcanzó. Entró por la boca, la nariz y los ojos, resbaló por la garganta hasta llegar a los pulmones y nos despojó lacerantemente del último aliento. Después del primer caso, vinieron ocho. De diez se hicieron cien y de cien en cien fueron mil. Semanas después, los muertos se contarían por cientos de miles. Pasados los primeros meses del año 2020, el mundo se contendría. Fue el valiente oftalmólogo, el Dr. Li Wenliang, quien, desobedeciendo órdenes de su gobierno, liberó la información prohibida. Al día siguiente, el gobierno chino se vería obligado a notificar a la Organización Mundial para la Salud (OMC) y Li sería acusado criminalmente. Un mes después, Li, el primer héroe de la odisea, dejaría de respirar.

El virus traspasó la muralla China alcanzando a 163, de los hoy 183 países afectados. El día 11 de marzo del 2020 la OMS anunció oficialmente que el novel coronavirus, proveniente de la familia de la estirpe de la gripa y el SARS, se habría reproducido al grado de convertirse en pandemia. Extremamos distancia, tocarnos se tornó imposible. Abrazarnos, pecado; besarnos, tabú. Hoy, a poco mas de cuatro meses de aquél 17 de noviembre, COVID-19, sinónimo de fiebre, tos y muerte ha infectado alrededor del planeta a más de un millón doscientas mil personas y enterrado a más de setenta mil de ellas.

El virus nos arrastró sin preámbulos a un período inédito: diminutas gotas de saliva han puesto a prueba verdades que se tenían como sólidas e irrefutables.  La solidaridad, más allá de obligación moral, es recurso de supervivencia y la real democracia se manifiesta en forma de transparencia estatal. Lo invisible se ha hecho visible: los campesinos legales e ilegales que trabajan en los campos para continuar el abastecimiento de alimentos; los indigentes y los viejos olvidados en los asilos; los sistemas de salud deficientes, la violencia y los abusos que suceden en silencio a cuatro paredes. Tan solo en la industria automotriz se han perdido cien mil empleos; un millón en toda Europa; a nivel mundial se dice, serán más de veinticinco millones.

Hoy, discrepancias y carencias políticas, sociales y económicas están obligadas a desnudarse frente a sus culturas de origen. Sentenciadas a hacerse evidentes ponen el dedo en la llaga. Ante la lucha contra la extinción, derechos individuales como la libertad de movimiento y de protección de datos personales, se sacrifican ante el peligro de un autoritarismo latente y reservado. Trascendentales alianzas concretadas a finales del siglo pasado y grandes gigantes como la Unión Europea, el Fondo Monetario Internacional y los bancos centrales, están a unos meses de vencerse ante el COVID-19. El presidente de lo “grande” y de lo “hermoso», aquél con el arsenal militar más poderoso del mundo, bombardeado en sus flancos más vulnerables, hoy habla de muerte.

Sí, la naturaleza es bestial y la fragilidad humana está siendo sacudido por ella.

Las pandemias no son simples transformaciones, son catarsis. Derriban imperios como el ateniense o el romano. Devastan ciudades como la Gran Tenochtitlán. Asesinan a emperadores de la talla de Marco Aurelio. Envisten culturas como la Alejandrina, derriban templos y secan sus fuentes del saber. Las pandemias aniquilan sistemas económicos como el feudal y encienden rebeliones que se enfrentan a dinastías poderosas como la Qing; eliminan de tajo talentos como el de Klimt o el de Schiele y silencian voces vigorosas como la de Mercury.

Las pandemias no incitan, obligan y fuerzan a capitular. Concientizan y desatan ataduras moralistas, permitiendo la liberación de espíritus como el de Boccaccio para dejar hermosas huellas como el Decamerón en sus playas. Las pandemias sorprenden con impía violencia. Humanizan y encuentran, en el gesto más anónimo, al héroe más grande. Y así como llegan se desvanecen. Como aquel verano de 1919 que vio desertar lentamente a la Gripe Española, algún verano próximo verá partir a esta plaga. El mundo habrá ingresado a una nueva era. La pregunta prevalece: además de muerte, ¿qué habrá traído consigo para el hombre y el planeta?