lunes, 31 de marzo de 2014
El último pavo, por Ignacio Medina
Pavo

«El pavo, con sus enormes patas y su panza prominente no era más que la parte visible de uno de los mayores desastres culinarios que he podido presenciar…»

Por Ignacio MEDINA (@igmedna)

Aquel pavo se me apareció en medio del sueño. Caminaba erguido, completamente desplumado, mirando desafiante mientras mostraba dos hileras de dientes bien afilados cada vez que abría el pico y, por si fuera poco, amenazaba a todos los habitantes de mi pesadilla con un cuchillo que llevaba prendido del extremo de su ala izquierda (puestos a soñar, me dio por hacerlo con un pavo zurdo). Unos goterones de salsa le cruzaban la panza, cerrada con una botonadura de arándanos. El bicharraco parecía salido de la Navidad de Freddy Kruegger.

Desperté rápido, seguro de que aquella pesadilla era la anteúltima secuela de mi cena navideña. No diré donde se perpetró, pero la de la noche anterior había sido la peor cena de Navidad que recuerdo. Quedaba tan claro que aquella señora no había sido llamada por los caminos de la cocina como el hecho de que nadie en su familia se atrevería nunca a decírselo: estaban juramentados para llevar el secreto a la tumba. El pavo, con sus enormes patas y su panza prominente no era más que la parte visible de uno de los mayores desastres culinarios que he podido presenciar. Tras aquella masa de carne seca y pastosa había horas y horas de trabajo dedicado a subvertir todos los principios del buen gusto: desde el arroz a las ensaladas, pasando por las salsas. Nada sabía aquel día a o lo que le correspondía.

Ninguna textura era la esperada. Ni una sola concesión a la armonía. Durante buena parte de aquella infausta cena tuve la certeza de que todos miraban hacia mí, suplicando con el gesto un poco de caridad y un mucho de valentía, tal vez una verdad a medias, pero me hice el loco: nunca te entrometas en los asuntos culinarios de una familia ajena (menos aún si es tu familia política). No he vuelto a sentarme a comer en aquella casa. Fue la última vez que me atreví a enfrentarme con un pavo a mesa puesta.

El único pavo que recuerdo en mi casa apareció cuando yo rondaba los seis o siete años y nunca se acercó a la mesa. Cruzó la puerta por su propio pie, arrastrado del cuello por mi padre, que lo llevaba atado con un cordel, y de la misma forma salió unas horas después, tras una fuerte discusión con mi madre, cerrada en su determinante negativa a matarlo y todo lo demás (ya saben, retorcerle el cuello, degollarlo, recoger la sangre, desplumarlo…, aunque creo que le pesaba tanto o más el trabajo posterior en la cocina). Ha llovido mucho desde entonces. Eran tiempos diferentes: los niños todavía vestían pantalón corto y los pavos recorrían Madrid en pequeños grupos arreados con una vara por los vendedores, que solían llevarlos hacia la Plaza Mayor y sus alrededores. Creo que fue entonces cuando fui consciente de la navidad más allá de los regalos, que en nuestra España de Reyes Magos siempre llegaban pasadas las fiestas, el seis de enero, justo el día antes de volver a la escuela. Hasta aquel día, mi navidad sólo tenía un fin: llegar a salvo de castigos hasta la noche de Reyes.

El resto era puro trámite. Pero llegó aquel pavo, fugaz como un suspiro, y fui consciente de que había algo más en esas cuatro comidas que repetían fórmulas con una semana de distancia: la cena del 24, calcada a la de fin de año y el almuerzo de año nuevo, fotocopiado del 25 de diciembre. Un pavo indultado tuvo la culpa. Desde aquel día, mi madre nos llevó por el camino del cordero y los pescados y fue toda una bendición: nunca se me aparecieron en un mal sueño. (Somos. El Comercio)