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Discurso de Gabriel Boric
Por Adolfo ATHOS AGUIAR, para SudAméricaHoy
A medio siglo de su muerte Alfredo Palacios incomoda cada vez que emerge. Probablemente haya un puñado de otras figuras que merezcan mejor reconocimiento institucional, pero su personalidad rimbombante complementó sus virtudes para constituirlo en el referente. Algunos divulgadores históricos, con más renombre que rigor, lo dejan equiparado a Perón e Yrigoyen. Un moderno modelo de marketing político, si algún candidato actual reuniera sus cualidades de coraje personal, honestidad y capacidad intelectual.
La ciudad de La Plata fue creada ex nihilo por los nostálgicos ex porteños que en adelante iban a ser simplemente bonaerenses. Un intento por sustituir simbólicamente el esplendor de la capital (Buenos Aires) que habían cedido a todos los argentinos. Desde su fundación, su historia es la parábola entre ser eclipsada por Buenos Aires y digerida por el Conurbano. En un siglo mutó del cosmopolitismo brillante a un provincianismo decadente.
La Universidad Nacional de La Plata fue lo más cerca que la ciudad estuvo del éxito. En 1922 Palacios fue designado Decano de Ciencias Jurídicas y Sociales; veinte años más tarde, sería Presidente de la Universidad. En todas sus gestiones fue impulsor y propagandista del Movimiento de Reforma Universitaria y de la renovación metodológica e intelectual de las casas de estudio. En la Revista de Ciencias Jurídicas y Sociales Nº 9 de octubre de 1925 publicó un extenso ensayo titulado «Los nuevos métodos. Del dogma a la ciencia experimental», en el que proyectaba el empalme del proyecto universitario platense, redefinido en apenas veinte años por Joaquín V. González, con el nuevo panorama de la reforma. Haciendo un dogma de fe positivista y sin renegar de Ricardo Rojas y Carlos O. Bunge festejaba el rescate de esas «aulas que parecían consagradas al verbalismo».
La flamante Universidad Nacional de La Plata y sobre todo esa Facultad iniciaban un proceso que las pondría en un primer nivel internacional y en la vanguardia de las ciencias sociales durante casi cuatro décadas. La Universidad aprovechó la adopción de profesores e intelectuales emigrados de los totalitarismos europeos e inició un apogeo que duró casi hasta la década del setenta. Si la Ciudad no pudo pasar de ser un remedo físico de Buenos Aires, su Universidad logró alcanzar y a menudo superar a la porteña.
Al arribar la década del setenta, la falta de renovaciones democráticas había transformado a La Plata en una capital predominantemente ministerial, burocrática y endogámica que daba la espalda al universo. La Universidad se había transformado un reducto de los platenses (algunos por adopción). Aunque apenas fue rozada por la Noche de los Bastones Largos, el Plan Taquini, que triplicó el número de universidades nacionales, habría de hundirla. La Universidad Nacional de La Plata no intentó diferenciarse del conjunto de universidades que florecían como hongos y ya no respondería a los principios de la Reforma y la Autonomía. La Facultad de Palacios había vuelto a ser un templo del verbalismo, con clases magistrales y exámenes «libres» sin asistencia a clase.
Horacio Piombo, recientemente eyectado de la Cámara de Casación y de la misma Facultad fue un genuino fruto de la cultura platense. Alumno destacado, profesor incorporado y adoptado por la ciudad, se proyectó en la jerarquía judicial. Piombo ve terminada su historia por dos párrafos de un fallo que poca gente ha leído, sobre una causa que virtualmente nadie conoce. En los términos en que se encuentra planteada desde hace unos años, la discusión doctrinaria y judicial sobre el abuso sexual gravemente ultrajante es accesible para unos pocos especialistas, y debe ser abordado con un poco más de rigor que el de los programas televisivos de la siesta.
A raíz de una penosa elección de frases como la «elección sexual» de un párvulo, Piombo es fulminado por el clamor popular, y expulsado por un trámite express del Consejo Directivo empujado por el Centro de Estudiantes. Curiosamente, la misma tribuna festeja las sentencias progresistas que consagran la libertad de elección en otros niños de la misma edad con disforia de género. En el fallo, Piombo menciona otros fenómenos que son más agraviantes, y en los que nadie parece reparar.
Vale la pena la reproducción textual: «la elección sexual del menor, malgrado la corta edad, a la luz de los nutridos testimonios de sus próximos, ya habría sido hecha (conforme a las referencias a la recurrencia en la oferta venal y al travestismo). Ignoro en qué medida tenga esta aproximación que permiten formular esos aportes su causa en el pasado más remoto del pequeño niño cuyo padre fuera preso por abusador y cuya madre lo abandonara a merced de una abuela que –con todo– no ha demostrado ( el fallo lo destaca ) demasiado interés en el desarrollo del mismo» (sic).
Refiere de una forma natural al travestismo y ofrecimiento de los servicios sexuales de un párvulo a cambio de dinero. ¿Se da por natural y está aceptada en la Provincia de Buenos Aires la prostitución de la primera infancia?. Piombo da por sentado que la situación de abandono del menor (pese a haber sido previamente institucionalizado) lo condujo al hecho del que fue víctima, por la escasa vigilancia del familiar a cargo de su tutela. ¿Cuál es la reacción del estado que sustituyó o complementó la tutela que previamente le había fallado?.
En Piombo y Sal Llargués el sistema tutelar y judicial bonaerense se mira en un espejo, al que la Facultad soñada por Alfredo Palacios sólo atina a romper. La generación de la Reforma llenó un alhajero que finalmente ha quedado vacío.