domingo, 9 de noviembre de 2014
Justicia argentina, la elipse del vicio
El Presidente de la Corte Suprema junto al resto de los Magistrados.

El Presidente de la Corte Suprema argentina  junto al resto de los Magistrados.

Adolfo Athos AguiarPor Adolfo ATHOS AGUIAR, para SudAméricaHoy (SAH)

Argentina es uno de los países más corruptos entre los  de tradición occidental. Las estadísticas judiciales de resolución (rastreables desde 1961, cuando se creó la hoy paralizada fiscalía de investigaciones administrativas) son estrafalariamente bajas. El privilegio de la corrupción fue históricamente una prerrogativa de las elites fundadoras; después, de los restauradores del orden “occidental y cristiano”; luego un precio tolerable para lubricar la modernización económica; y últimamente, el sostén de una revolución de modelo misterioso con próceres a sueldo y comisión, y el soporte explícito del clientelismo y el proselitismo.

La actitud de los jueces argentinos frente a sus variantes no pierde nunca su capacidad de sorprender. Próximamente, con la sanción de un nuevo Código Procesal Penal, reposarán su conciencia en un Ministerio Público controlado por el Ejecutivo. Pero solamente será otro pretexto.

Así como los argentinos le tenemos una tolerancia indiferente y no asociamos esos extraordinarios niveles de corrupción con nuestra creciente decadencia social e institucional, nuestro Poder Judicial ha preferido eludir estas cuestiones. La corrupción no ha sido nunca sistemáticamente analizada en el ámbito judicial, que cuando le resultó ineludible, se limitó a solemnes cantinfladas. Esta ceguera selectiva siempre estuvo asociada a violaciones muy concretas de otros derechos de los individuos.

Citando a Alejandro M. Estévez, en el nuestro, como en otros «países de baja institucionalización, los sistemas judiciales son fuertemente sensibles a la influencia política y económica de ciertos actores. En la influencia política, los mecanismos de nombramiento de jueces muy ligados a criterios de tipo partidistas condicionan fuertemente la independencia de los magistrados», porque «los jueces no están verdaderamente concientizados de la importancia institucional de la independencia de su magistratura de criterios extrajudiciales».

La vinculación de la corrupción con el judicial es un fenómeno multifacético que comprende la actitud de los jueces frente a los hechos de corrupción, los actos cometidos por los jueces en ejercicio de su función jurisdiccional, los eventos en el manejo interno de los órganos judiciales, y las prácticas corruptas en el gobierno del judicial.

En este último aspecto, después que el máximo organismo de administración del Judicial ha ido reduciendo intencionalmente sus herramientas de diseño, elaboración, ejecución, evaluación y control, la parábola está próxima a cerrarse en una elipse significativa.

Una decena de actos mayores de corrupción en el gobierno del Poder Judicial de la Nación han aflorado a la vista del público, por exclusivo mérito de una periodista de primer nivel y un abogado porteño, ambos por separado y en absoluta soledad. Las investigaciones serán neutralizadas por diferentes órganos del mismo Poder. Proyectos faraónicos sin futuro ni planificación, inversiones y contrataciones injustificadas, nepotismo masivo, obras y proyectos truncados, accidentes administrativos por cientos de millones, constituyen una muestra de su práctica del gobierno.

Nuestro gobierno judicial sostiene una hipótesis exactamente inversa a las elaboradas en el resto del planeta. Cuando la teoría organizacional demuestra que la corrupción atenta contra la gobernabilidad de los sistemas, la máxima jerarquía judicial en la Argentina sostiene explícitamente que la opacidad, la concentración, la discrecionalidad y la complacencia con el propio error son esenciales para su propia gobernabilidad.

Parece mejor hipótesis la de Estévez, porque “una de las causas de corrupción es que la policía y los jueces son poco eficientes y muchas veces responsables de focos de corrupción”, y particularmente que “la falta de predictibilidad del sistema judicial es causa del aumento de los niveles de corrupción.”

Esta actuación coincide con el paulatino alejamiento de los jueces con el grupo en el poder, cerrando una década judicial más bien complaciente. Como en cada ocasión anterior, tomarán distancia del gobierno que se debilita y lo culparán de su propia decadencia. Del actual elenco gobernante surgirá un par de chivos expiatorios en quienes será exorcizada toda la corrupción del período, dejando a salvo a todo el resto.

No es solamente una paradoja que mientras se separan de un gobierno extraordinariamente corrupto dejen a resguardo sus propios mecanismos de corrupción. Si es de por sí malo en cualquier organización, que sea esgrimida y defendida sin ningún pudor en el sistema que debería ser la última defensa de los derechos de los individuos es alarmante.

Es injusto reclamar a los jueces que reconstruyan un sistema de garantías del que han desertado los gobiernos provinciales, los legisladores, los partidos políticos y las entidades intermedias.

Pero pertenecen a un estamento que goza de extraordinarios privilegios personales frente al resto de la sociedad, que sólo se justifican por su rol de freno y contrapeso de las desviaciones del poder.

Permitirse abanderar la justificación de lo injustificable, incurriendo en la profundización del vicio que –en dosis incalculablemente menores- pone en jaque a democracias mejor consolidadas, sería concederse otra claudicación mayor en su función republicana, y dejarla minada para el futuro.