jueves, 28 de diciembre de 2017
Fernando Birri, fundido en negro para un maestro de cineastas


Roma. Por Ernesto PÉREZ, para SudAméricaHoy

Fernando Birri, documentalista argentino pero sobre todo
creador de escuelas para los aprendices de cine del subcontinente latinoamericano, falleció en Roma a los 92 años, tras una breve enfermedad.
Considerado por todos como el padre del cine latinoamericano, en realidad Birri fue un notable y generoso abridor de caminos para los jóvenes aspirantes a cineastas. Para ellos creó, a mediados del siglo pasado, la primera escuela de cine argentina en la Universidad del Litoral de su ciudad natal, Santa Fe y en 1986 la mítica escuela de cine y televisión de San Antonio de los Baños, en Cuba.
Birri se mantuvo generoso toda su vida. Su primer
documental de denuncia fue en 1960: “Tire dié”. La cinta cuenta la historia de los niños que pedían unos miserables diez centavos a los pasajeros de un tren mientras arriesgaban sus vidas al moverse entre los durmientes de un puente elevado sobre un río. Compartió la autoría con siete de sus alumnos.
Había nacido el 13 de marzo en Santa Fé, capital de la provincia
de igual nombre, pero era en realidad un ciudadano del mundo, desde que a los
26 años había pedido y obtenido el ingreso a la escuela de cine romana del
Centro Experimental de Cinematografía, a dos pasos de los míticos estudios
de Cinecittá, donde lo seguirían años después otros dos grandes
latinoamericanos, los escritores argentino Manuel Puig y colombiano Gabriel
García Márquez.
En esa solicitud de ingreso que el Centro conserva en el Fondo Fernando
Birri, donado por él mismo, ya está todo lo que el cineasta en ciernes
piensa hacer en su vida, empezando con copiar el modelo de la escuela para su
equivalente santafecino y luego cubano.
A Roma, Birri volverá cuando los avatares de las diferentes dictaduras
militares lo empujarán al exilio y de aquí viajará por todo el mundo,
enfundado en su chambergo y su poncho, convertidos en su marca de fábrica
junto con la frondosa barba de viejo profeta que se dejó crecer aún joven
cuando entre LSDs y mate pergeñaba ese mamotreto genial e insalubre que fue
“ORG”, tres horas de relato incoherente montado con la ayuda de una ruleta
y una perinola (una copia rescatada después de 40 años por su asistente
Setimio Presuto se proyectó en el último festival de Berlín como homenaje a
su autor).

Hoy el cine italiano, que lo veneraba no tanto como un padre sino como un
hijo tardío y foráneo del neorrealismo, lo llora y le brinda el último
saludo con la capilla ardiente que se abrirá mañana, 29 de diciembre, en la
sede romana del Archivo Visual del Movimiento Obrero Democrático, Viale
Ostiense No. 106 de las 10 a las 16 hora local (09/15 gmt), institución del
que era nume tutelar, y que fue la única a la que su viuda Carmen Papio dio
la noticia de la muerte.
También lo recuerda la Casa Argentina de Via Veneto que desde hacía
tiempo había bautizado con su nombre a su sala de cine, instituida por el
INCAA, donde los romanos pueden enterarse durante todo el año de la nueva
producción rioplatense.
Al contrario del ángel encerrado en un gallinero que interpretaba en su
último film de ficción, “Un señor muy viejo con una alas enormes”,
inspirado en un cuento de su amigo García Márquez, realizado justo hace 30
años, Birri nunca se doblegó a la vejez y hasta parecía haberla derrotado
con su constante buen humor y su infinita fe en la humanidad.
Reconocido por todos como el padre del cine latinoamericano, Birri era más
bien un padre putativo dado que ni el nuevo cine argentino, que en los años
’60 se inspiraba más bien en la nueva ola francesa y en el cine de la
incomunicación de sabor antonionesco, ni el Cinema Novo brasileño (con la
única excepción tal vez de Glauber Rocha) y mucho menos el cine allendista
chileno, tuvieron algo que aprender de este joven nacido viejo que se remitía
tardíamente al dictamen neorrealista italiano con un retraso de casi veinte
años pero recompensado en Venecia en 1962 por “Los inundados”.
Sus deudores y seguidores eran más bien esa plétora de documentalistas
revolucionarios y utópicos que se inspiraban en la gesta castrista y
guevarista y que se cobijaban bajo el nombre auspicioso de “Cine de la
Liberación”, con el boliviano Jorge Sanjinés a la cabeza y sobre todo con
Fernando Ezequiel Solanas, cuyo “La hora de los hornos” en 1968 encendia
las mentes juveniles con la promesa de la lucha armada.
Pero Birri nunca insufló en su obra las justificadas rabia y
desesperación de aquellos valientes documentalistas, algunos de los cuales,
como el argentino Raymundo Gleyzer, pagaron su obra con su vida,.Tanta era la bondad y la generosidad de su carácter.
En efecto, el cineasta argentino fue siempre un utopista y un humanista
hasta la médula y nadie logró nunca disuadirlo de su firme convicción de
que el ser humano había nacido libre e igualitario y que la lucha para que
siguiera siéndolo en edad adulta era un deber de toda persona de bien.