domingo, 10 de septiembre de 2017
Las máscaras de la violencia argentina

Buenos Aires.Por Marta NERCELLAS, para SudAméricaHoy

Los hechos violentos aumentan en cantidad e intensidad. En algunos casos ni siquiera parecen buscar objetivos determinados sino provocar caos y temor. Cuando no hay razones que respalden las conclusiones, infundir miedo es una fórmula fácil  para quienes no tienen respuestas a los interrogantes y también, para impedir que se tomen las decisiones que entienden perjudiciales a sus intereses.
Violencia verbal, gestual, simbólica, mediática, vertical, horizontal… Ni siquiera importa; siempre es signo de la sinrazón con la que se pretende imponer quien la ejerce.
¿Verdad y violencia se cruzan en algún punto del camino? o para ser más precisos, ¿La falta de verdad es combustible de la violencia? ¿Cuál es el valor de la palabra? La desvalorización de la verdad, la impudicia con la que se afirman falsedades sin que el rubor tiña la cara del orador, genera un daño social difícil de medir. Las estadísticas oficiales en Argentina fueron falseadas brutalmente. Nadie sintió que tenía que disculparse. Guillermo Moreno, autor del agravio a la verdad, fue premiado con un cargo diplomático para alejarlo del lugar del conflicto. La mentira siguió y el reproche nunca fue dicho. Nosotros aceptamos con naturalidad, primero el absurdo porcentaje, y luego promesas y acciones que sabemos mentirosas. Con tanta naturalidad que en rigor alimentaron más la materia prima de los humoristas que de los analistas.

Cuando la verdad ya no importó, legitimamos la violencia como forma de reclamamación. El que más daño promete es quien más se beneficia con la angustia que provoca. Cualquier intención de limitar la anarquía es etiquetada como “represión” y esa palabra viene con carga negativa. La dictadura también logró que asimilemos cualquier acto para imponer la autoridad (en muchos casos única forma de garantizar la convivencia pacífica de los ciudadanos) con represión. Ni siquiera necesitamos agregarle el calificativo de ilegal, nuestro inconsciente lo asocia inmediatamente. El desorden, la falta de reglas, hacer lo que se quiere cuando se quiere o, hacer lo que ordenan quienes tienen la herramienta extorsiva de su miserable subsistencia, parece imposible de controlar. Las piedras que se dirigen contra los uniformados son reclamos justos mientras el golpe que viene en sentido contrario, aunque sólo sea para repeler la agresión a la que se lo somete, es violencia institucional que permite calificar al gobierno como dictadura.

No es lo mismo dato que información, ni información que conocimiento. Pero aún peor, no es lo mismo lo que sabe quién tiene la tarea de informarme que aquello que me dice. Nos manejamos con “datos” repetidos por quienes tienen espurios intereses o por quienes de buena fe replican lo que transmiten las redes sociales. Esos datos hoy señalan que quienes se auto atribuyen la calidad de “pueblos originarios” puedan usurpar con violencia las tierras que aseguran pertenecían a sus antepasados, quemar viviendas, matar a sus ocupantes, encapucharse y agredir. No importa si recibieron formación en las FARC o en sus pares chilenos, lo que decide que están del lado del bien es que en su reclamación agredan a quienes representan la autoridad del estado o a quienes consideran “invasores,” por ser extranjeros que decidieron vivir y comprar tierras en Argentina. Podremos discutir el acierto o no de habérselas vendido, pero la agresión no es un buen lenguaje.
La actuación del Estado afecta la situación personal de cada uno, sus valores, sus creencias. Pero cuando la sangre tiñe la discusión de las reglas, no importa de quien sea, algo estamos haciendo pésimamente.
Nunca importan las conclusiones de las investigaciones; las instituciones- sin importar que sean fuerzas de seguridad, gabinetes técnicos o la justicia, han perdido credibilidad. Las conclusiones de la mayoría llegan y se repiten cuando aún está caliente la sangre derramada o todavía se siente el olor que identifica a quien, como Santiago Maldonado, se piensa desaparecido.

Las conclusiones, politizadas por los uno y por los otros, para usar el lenguaje que nos enseñó la grieta que dicen separa a nuestros habitantes, se ajusta a su conveniencia. A casi nadie le importa lo que realmente ocurrió. ¿Quien va a creer el resultado de una investigación que llega mucho tiempo después cuando ya nos convencimos de cómo fueron las cosas.? ¿A quién le interesa la verdad de lo ocurrido si ya hubo castigos y premios repartidos mediáticamente?

Pero, qué significan los bidones y la pólvora frente al Ministerio de Seguridad Bonaerense produciendo sus lengüetas de fuego para dañar automóviles de quienes trabajan en el lugar. Se parecen o no a la amenaza tácita que significaron los “sin gorra” (miembros de la fuerza que hace años fueron despedidos por sus deshonestidades, en un escenario parecido al actual) acampados en la plaza, elevando las voces de sus parlantes para que se oyera claramente un discurso de Hitler, cuando subían las escaleras quienes iban a reclamar datos para avanzar en la investigación del atentado contra la AMIA. Tienen o no que ver con las amenazas a la gobernadora de la Provincia, que la hace vivir con su familia en un cuartel militar o con las agresiones verbales a Antonia ( la hija del Presidente de sólo cinco años de edad?

Hace ya un largo tiempo que el lenguaje de la violencia ha sido aceptado como válido por los propios funcionarios que ceden a los requerimientos de los violentos por la impotencia que les genera no saber cómo resolver el conflicto. Se adueñan de las calles, de las plazas, de nuestros horarios de trabajo., porque cualquier acción para controlarlo es REPRESIÓN. Palabra maldita que la dictadura convirtió en núcleo de su accionar y que la inhabilitó para siempre
La Conferencia Episcopal Argentina advirtió que la Argentina está «enferma de violencia». La lentitud de la Justicia deteriora la confianza de los ciudadanos en su eficacia». Alerta que debería acompañarse co, propuestas ya que lo dicho es conocido por todos.

Los organismos de control fueron deglutidos por las fauces autoritarias; vaciaron de contenido cada institución sin importar siquiera si eran las más caras a nuestros sentimientos, como aquellas que defendieron los derechos humanos en épocas crueles. En el país de las maravillas no entraban reproches ni malas noticias; por eso necesitaron ir por el significado de las palabras que hoy es difícil saber qué definen. ¿Violencia? En uno casos la representa la hilera de escudos que impide el deseo de los convocados y en otros casos, ni el rostro encapuchado que arroja lo que encuentra en el camino contra quienes están detrás de los escudos, ni el incendio, ni la muerte porque son las armas de quienes pretenden hacer valer sus derechos parece serlo . ¿Verdad? Sólo la representan cuando sale de los labios de aquellos con quienes coincidimos.
Cuándo los sistemas de control institucionalizados desaparecen o son debilitados ¿Qué debemos hacer los ciudadanos? Los funcionarios públicos (de cualquier época) no ha asumido la obligación de rendir cuentas. Nosotros carecemos de iniciativa para exigirlas. Lo único que sabemos con certeza es que cada vez son más las calles bloqueadas por diez o por cientos de personas, pero en todos los casos nos impiden trabajar, estudiar, pasear; aumentan las caras sin nombre sólo con el color de la máscara que las cubre. La agresión en unos, el temor en otros. Cada día vivir se convierte en una aventura hasta para el más gris de los oficinistas.
El Poder Judicial actúa sobre el pasado, el Poder Legislativo lo hace sobre el futuro, es el Poder Ejecutivo quien maniobra sobre nuestro presente y es por ello que a él le tenemos que decir que no son comentaristas de lo que ocurre sino sus arquitectos. No importa cuán destruido estaba todo, tienen la obligación de darnos seguridad.

Cuando el Estado es eficiente y maneja con pericia el poder que los ciudadanos le hemos transferido temporalmente, es casi invisible. Cuando el Estado es noticia estamos en problemas. En los últimos años no sólo ha sido noticia, sino mala noticia: los funcionarios y ex funcionarios son investigados por delitos de corrupción ; la ex presidente y su familia sospechados de lavado de dinero; un Fiscal, Alberto Nisman, que pretendió investigar su conducta ante el acto terrorista más dramático que vivimos (el atentado  a la AMIA) aparece muerto cuando estaba preparando su presentación ante el Congreso para explicar los graves delitos que le imputaba. Hoy, esos delitos, aparecen con fuerza en el pedido de llamarla a indagatoria por  el Fiscal Guillermo Marijuan que intenta desentrañar lo que su colega había denunciado. Los funcionarios, sin importar su rango, hablan sin explicar sus conductas y callan ante hechos de gravedad institucional; se defiende una retórica selectiva de los derechos humanos; integramos organismos internacionales y regionales pero silenciamos cuando los agresores de los derechos que se pretendía proteger al constituirse, son los “amigos” . Hablan de dictadura quienes silenciaron el Congreso e intentaron cooptar la Justicia…¡Estamos en problemas ¡
No hay estado de derecho, afirma quien intentó anular los controles judiciales, los sociales, los patrimoniales, y sobre todo, la diversidad de voces. La devaluación de la palabra no puede ser sino su lógica consecuencia. La competencia electoral que se avecina no restituirá por el mero acto electoral la república. La promesa de derogar leyes impuestas por el capricho del número no restablecerá los valores perdidos. Diálogo, verdad, desprecio por la mentira, rechazo visceral a todo lo que no represente valores éticos, no ceder ante la violencia, que esta no se convierta en nuestra forma de “negociar “deberán ser los ladrillos en los que deberíamos intentar construir algo de lo perdido.
André Berthiaume dijo: “Todos llevamos máscaras y llega un momento en el que no podemos quitárnosla sin quitarnos nuestra piel.” Produce miedo pensar que tal vez esa máscara que lucimos tanto tiempo no podamos ya arrojarla a la hoguera porque con ella se iría nuestra propia esencia, hoy violenta por acción u omisión.