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Discurso de Gabriel Boric
La Paz. Por Lorena CANTÓ/Efe
Evo Morales, investido por tercera vez presidente de Bolivia, ha pasado de aquel dirigente cocalero que fascinaba al mundo con su porte humilde a ejercer, según le acusa la oposición, un poder personalista, aclamado por sus incondicionales con tintes casi mesiánicos.
Poco después de llegar al poder en 2006, Morales hizo famoso un sencillo jersey rayado con el que emprendió una gira internacional, un atavío muy distinto al elegido para iniciar esta semana su tercer mandato: un costoso traje de inspiración precolombina rematado con un pectoral de oro, lucido ayer en la ceremonia ritual en la que fue proclamado líder indígena en las milenarias ruinas de Tiahuanaco.
Miles de seguidores, en su inmensa mayoría indígenas, aclamaron en esa fastuosa ceremonia de raíces ancestrales al mandatario, cuyo traje estaba valorado en unos 4.000 dólares, veinte veces el salario básico de Bolivia.
Este abismal cambio en la elección de atuendos plasma el meteórico despegue económico del país andino en la última década, pero también ilustra la evolución de Morales hacia una forma de gobierno lejana a la que puso en marcha cuando hace ocho años se convirtió en el primer presidente indígena de Bolivia.
Detalles como ese traje o su intención de erigir en La Paz un faraónico palacio de Gobierno inspirado también en la arquitectura tiahuanacota, porque considera que el actual tiene connotaciones colonialistas, han sido utilizados por sus detractores para denunciar esa deriva de la personalidad de Morales.
El mandatario comienza este tercer mandato fuertemente cuestionado, ya que pudo presentarse a las elecciones de octubre gracias a una criticada interpretación de la Constitución boliviana por parte del Tribunal Constitucional.
La Carta Magna, promulgada por él mismo en 2009, establece que un presidente solo puede permanecer en el poder dos mandatos, con carácter retroactivo, pero el alto tribunal consideró que el primero de los mandatos de Morales no contaba porque Bolivia fue refundada como «Estado Plurinacional».
Este escenario ha propiciado que opositores y analistas hayan alertado de que el mandatario estaría planeando su perpetuación en el poder, algo que él mismo ha negado en varias ocasiones, la última hace unos días, cuando insistió en que en el 2020 quiere volver a su tierra, al trópico de Cochabamba, y montar un restaurante.
Y es que Evo Morales nunca ha olvidado sus raíces.
Nacido en la región andina de Oruro en el seno de una humilde familia aimara, Morales se ganó el pan desde niño y desempeñó todos los oficios imaginables, desde pastor de llamas a trompetista y, posteriormente, líder cocalero, cargo que todavía ejerce.
Las referencias a su infancia y a su época como sindicalista y opositor son ya un clásico en sus discursos, como lo son los chascarrillos acerca de su proverbial resistencia física, que le lleva a protagonizar en un solo día numerosos actos públicos en puntos opuestos de Bolivia, un país cuya superficie duplica la de Francia.
Soltero y con dos hijos de diferentes relaciones, Evo Morales siempre se ha dicho casado con Bolivia, una conveniente esposa que no le recrimina, como sí hacen organizaciones feministas bolivianas, que en ocasiones muestre actitudes machistas.
Entre estas salidas de tono ha quedado registrado cómo Morales ridiculizó a sus propias ministras en cánticos de carnaval o cómo, el año pasado, recriminó a un grupo de futuros maestros de gimnasia que parecieran mujeres embarazadas cuando practicaban salto de valla.
El gobernante se toma el deporte muy en serio y en especial el fútbol, que le apasiona y practica con asiduidad incluso durante sus viajes oficiales a otros países.
En cambio, no figura entre sus aficiones la lectura, como él mismo ha reconocido en alguna ocasión con espontaneidad, otro de sus rasgos característicos y tan valorado por sus seguidores como denostado por sus detractores.
Y es que en sus casi diez años en el poder y con cinco más por delante, Evo Morales, un presidente humilde o soberbio, según a quién se le pregunte, puede presumir de no haber dejado indiferente a nadie.