domingo, 24 de marzo de 2019
«Venezolanos en Bolivia», por Verónica ORMACHEA
En la frontera con Venezuela familias de colombianos expulsadas abandonan sus hogares

“Hui de Venezuela para salvar a mi niño”        

Por Verónica ORMACHEA, para SudAméricaHoy              

El minibús tardó más de una hora en llevarme a una casa cerca de El Alto cuyo encargado me pidió no identificar. Buscaba a la familia Barandica-Villegas que había emigrado de Venezuela a raíz de la dictadura de Nicolás Maduro que ha creado la peor crisis política y humanitaria de su historia.     

La vivienda es sencilla, limpia, con habitaciones con camarotes, baños, sala, comedor y cocina. Alberga, en su mayoría, a jóvenes venezolanos que llegan a Bolivia en busca de trabajo.

Emmanuel, de 30 años padre de familia y de ocupación panadero, flaco por el hambre y de una humildad bíblica, me presentó a su esposa Keily, de 27 años y a sus hijos Keinverso de 4, Emmanuel de 3 y Maikel de año y medio.

Keily, de mirada valiente me contó: “Salí de mi Caracas porque mi hijo Maikel se moría. El médico me dijo que no viviría más de una semana por la falta de medicamentos. Estaba con diarrea y tenía una fiebre muy alta. En los hospitales no había antibióticos ni suero para curarlo. Tenía un año y pesaba 7 kilos. Era piel y huesos. Cuando empezó a tener convulsiones, vendí mi nevera en U$ 100, tomé a mis tres hijos y junto a mi cuñado decidimos huir de Venezuela para salvarnos y reunirnos con mi esposo que estaba viviendo en Ecuador hacía 7 meses”.

También me contó que Maikel había tenido una enfermedad en los pulmones. Lo internó en un hospital y las enfermeras le pidieron medicamentos para un periodo de dos semanas. Gracias a los U$ 20 semanales que le enviaba su marido, pudo comprarlos en el mercado negro. Después de una semana, le dijeron que se lleve a su hijo porque las medicinas se habían acabado. Luego se enteró que el personal las revendía. Acudió a la iglesia y la ayudaron a obtenerlos.

Emmanuel, Kelly y a sus hijos Keinverso, Emmanuel y Maikel

Sobre Venezuela me dijo: “Tenía miedo, mucho miedo por la salud de mis hijos y por no tener qué comer. Los tres estaban enfermos y no había como sanarlos. En Caracas no hay qué comprar ni en el mercado negro. Pasamos mucho hambre. Si comíamos eran caraotas negras sin acompañamiento o arepas sin relleno. Y había días que yo dejaba de comer por alimentarlos. Adelgacé como 10 kilos. Ante la escasez, un día les di palomas de maíz. Cuando llegaba el dinero hacía colas hasta de quince horas para comprar lo que hubiera con el riesgo de llegar y que no quede nada”.

Keily había tratado de cruzar la frontera a Colombia, pero los guardias de su país le pedían dinero que no tenía. Es más, sus hijos sólo tenían el certificado de nacimiento, documento que algunos países no aceptan. Venezuela les proporciona la cédula de ciudadanía a partir de los 9 años y el pasaporte a los 12. Y obtener uno de forma clandestina les costaba U$ 800.

Por tanto optaron por cruzar la frontera a Colombia de forma ilegal a través del río Arauca.

Con sólo una mochila, sus tres hijos y su cuñado se internaron en la selva donde se toparon con muchos compatriotas. Esperaron unas horas hasta que baje el caudal del rio.

Su esposo le contó que lo había atravesado sujetándose a una soga gruesa sobre la cabeza que iba de un extremo al otro del estrecho y con el agua hasta el cuello. Esta vez pagaron U$15 a “los trocheros” para que los ayuden a cruzarlo. Estos pusieron a los niños en sus hombros y caminaron por el estrecho con el agua hasta el pecho.

Ella lloraba y no perdía de vista a sus pequeños hijos. Detrás de ellos había una mujer embarazada. Luego le contaron que ella no resistió y se la llevó el río. Keily se estremeció y pensó: “Pudimos ser nosotros! ¡Gracias Dios por darnos vida!”

Finalmente llegaron a Cúcuta. Sintió que estaban a salvo. Observó que sus pies estaban sangrando. Fue porque cruzó el rio descalza y las piedras los tajearon.

Pidió al trochero que le cambie sus 100 dólares. Poco después apareció y le dio dinero. Ella lo empezó a contar y se dio cuenta que le había dado centavos. Lo buscó y se había ido. “Me robó todo lo que tenía”, espetó.

Los colombianos están tan conscientes del drama humano que viven los venezolanos que le regalaron los medicamentos. Pagaron U$ 3 a una familia para dormir en su sala. Se quedaron allí cinco noches donde los niños empezaron a sanar.

Su destino era Ecuador. Y se unieron a grupos de venezolanos que emigraban. Atravesaron Colombia en camión, en autobús y a pie. Dormían bajo los puentes a pesar de que a metros se encontraba la basura.

Finalmente llegaron a Quito donde Emmanuel los esperaba. Él apenas reconoció a su familia porque habían perdido mucho peso. Todos lloraban. Al ver a Maikel se desarmó. Su hijo de año y medio no había aumentado de peso. Se le notaba cada uno de los huesos, estaba pálido como papel y con una ojeras negras como si fueran pintadas. “Nunca sentí un dolor tan grande al ver a mi hijo así … debería estar pesando 15 kilos”, expresó.

Reunió a su familia en la habitación que alquilaba, les cocino un pollo (que no comían hacía años) y contó su experiencia a su esposa.

Le dijo que había viajado en camión y a pie con sus compatriotas, así se protegían entre ellos. Dormían en la calle. “Vi a madres jóvenes cargar a sus hijos pequeños. A una se le murió un hijo de hambre y a otra de frio. Vi cuando los enterraban al lado de la carretera. Fue escalofriante”. 

Le dijo que había trabajado en una panadería. Trabajaba 20 horas al día y dormía 4 sentado en una silla del recinto. Luego decidió trabajar como “buhonero”. Comprar agua en botellas y caramelos al por mayor y vender en las calles por unidad. Sintieron que en Ecuador había mucha xenofobia y decidieron venir a Bolivia cargados de esperanza.

La familia fue al consulado venezolano en La Paz a regularizar su situación, pero no tenían los U$ 150 dólares para obtener la documentación para sus hijos.

Días después migración emitió una resolución que daba 72 horas a los ilegales para dejar el país y expulsó a varios. Bolivia no da facilidades a los inmigrantes venezolanos como otros países de la región ya que Evo Morales apoya a Maduro y carece de empatía. La familia partió por temor a ser expulsados.

Ésta es sólo una historia de las 3.3 millones que existen de venezolanos que han tenido que emigrar de su país porque Maduro se ha adueñado ilegalmente del poder, sigue violando los DDHH, ha llevado a su país a la bancarrota y ha destruido a su pueblo.