martes, 30 de agosto de 2016
FARC, adiós a las armas


Juan RestrepoPor Juan RESTREPO

A medianoche del domingo 28 de agosto, Colombia empezó a vivir una jornada inédita en más de medio siglo: callaron las armas del Ejército y de la guerrilla de las FARC como consecuencia del acuerdo alcanzado en La Habana entre el gobierno de Juan Manuel Santos y ese grupo insurgente, después de cuatro años de conversaciones. Ahora los colombianos deberán refrendar en un plebiscito el 2 de octubre el acuerdo, porque el presidente se comprometió a someter el texto a la voluntad popular. Antes, el documento será enviado al Congreso para darle viabilidad legislativa previa a la consulta popular.

La campaña por el Sí o por el No lleva ya varias semanas, aunque no oficialmente. Desde el Gobierno publicitan las bondades del acuerdo y piden a la gente que se pronuncie a favor; y desde la oposición, que lidera el ex presidente Álvaro Uribe, defienden votar No. Las encuestas apuntan a que ganará el Sí y casi ningún analista se ocupa de lo que pasaría si gana el No. La gente de Uribe dice que lo que pretende es renegociar las condiciones, sobre todo lo que tiene que ver con las penas a pagar por los delitos cometidos por la guerrilla, pretensión absolutamente ilusoria pues, en caso de ganar el No, las cosas volverían a como han sido en este pasado medio siglo: las FARC volverán al monte y el Estado a engrasar su maquinaria de guerra.

Si todo se desarrolla como esperan las dos partes negociadoras, Gobierno y FARC, 180 días después la guerrilla habrá entregado las armas a una comisión de Naciones Unidas; se pondrá en marcha un tribunal especial de justicia encargado de conducir los juicios contra todos los actores que cometieron crímenes durante el conflicto —guerrilleros y agentes del Estado—, y las penas dependerán de cómo y cuánto confiesen, pero la impresión es que la mayoría de los rebeldes serán amnistiados y no pagarán condenas ni reparaciones.

Las FARC como partido político podrá participar en elecciones y ocupar escaños en el Congreso, tienen garantizados un mínimo de cinco escaños en la Cámara de representantes y cinco en el Senado durante dos períodos electorales (2018 y 2020), y si reciben suficientes votos tendrán más escaños. Como movimiento político recibirán del Estado unos dos millones y medio de dólares para establecerse como partido y difundir sus ideas.

Los opositores al acuerdo cuestionan sobre todo la impunidad que cobijará delitos que incluyen el reclutamiento de niños, atentados terroristas, secuestros y homicidios. Lo que no mencionan es que el acuerdo con las FARC también favorecerá la impunidad de miembros de la Fuerza Pública, incluidos muchos de los responsables de haber matado cientos de personas inocentes que fueron presentadas como guerrilleros muertos en combate. Resumiendo, no es un buen acuerdo pero es lo mejor que se pudo lograr, como dijo el jefe negociador del Gobierno, Humberto de la Calle.

Por su parte el gobierno se compromete a decenas de mejoras en la vida de los colombianos que están especificadas con una puntillosidad exasperante en un texto de 297 páginas, más extenso que la propia Constitución colombiana, de difícil comprensión y agotadora lectura y más parecido a unas larguísimas capitulaciones matrimoniales que a un acuerdo de paz. Eso sí, hay que reconocer que es un texto profundamente colombiano, redactado claramente por gentes que no se fían ni de su sombra, farragoso, florido y leguleyo.

Lo que más preocupa a los opositores del acuerdo son los beneficios que recibirán las FARC y muy pocos analistas se ocupan de los compromisos que asume el Gobierno. Mi opinión personal es que en tan frondoso bosque de filigranas jurídicas, incisos, límites, plazos y salvedades no deja ver los árboles de las obligaciones que se arroga el ejecutivo de Santos.

El texto ha querido dejar claro que cobija a los niños y las niñas, los campesinos y las campesinas y hasta los hermafroditas, pero no se ve muy claro, con las estrecheces del presupuesto nacional, la falta de un catastro rural y una informalidad del casi el 50% en la tierra de los pequeños agricultores, por ejemplo, cómo se pueda dar prioridad a las necesidades del campo. Esto para citar solo uno de los puntos importantes del acuerdo.

Sobre el papel en Colombia es tradición poner muchas cosas pero luego, como dicen los italianos, llegan los nudos al peine y la realidad siempre es más difícil de corregir que las leyes. Ocurrió con la Constitución de 1991, que se aprobó a la par que acababa un movimiento guerrillero, el M19. Con el tiempo, los colombianos han comprobado las rémoras de una Carta Magna que no resultó tan angelical como se creía.

Comoquiera que sea, Santos ha logrado algo que ningún otro presidente había conseguido en el pasado, silenciar las armas de las FARC. Queda por ver hasta dónde serán capaces los colombianos de hacer realidad los sueños redactados en un texto que pasará a la historia de este país por su ambición jurídica y por su barroquismo argumental.