EL VIDEO
Discurso de Gabriel Boric
Por Enrique KRAUZE
La irrupción brutal de la violencia ha sido la mayor sorpresa del siglo XXI en México. No habíamos vivido nada similar desde la Revolución mexicana, pródiga en atrocidades: ejecuciones y masacres, secuestros, asaltos, saqueos, extorsiones. Más de un millón de personas murieron violentamente entre 1910 y 1920. Entre 2007 y 2014, más de 180,000 mexicanos fueron asesinados por motivos relacionados con el crimen organizado.
El golpe de gracia para muchos mexicanos ocurrió en septiembre de 2014 en Iguala: la desaparición y probable asesinato de 43 estudiantes de la Escuela Normal de Ayotzinapa. La tragedia fue obra de una alianza entre grupos de narcotraficantes, policías y políticos corruptos. La reacción nacional ha sido de furia. “Quien fomenta la violencia es el gobierno”, declaró Francisco Toledo, el mayor artista visual de México. Ha habido muchas otras masacres en los años recientes (la de 72 migrantes centroamericanos en San Fernando, Tamaulipas, y la de 52 personas en el Casino Royale en Monterrey, ambas en 2011), pero ninguna alcanzó el impacto nacional e internacional de Iguala, tal vez porque su escenario fue Guerrero, uno de los estados más pobres y violentos de México, y quizá también porque las víctimas fueron estudiantes, como los que cayeron en la Plaza de Tlatelolco durante la represión gubernamental del movimiento estudiantil de 1968.
La violencia, obviamente, genera sentimientos de inseguridad que cerca del 70% de los mexicanos admite padecer. Ante el riesgo de perder la propiedad o la vida, las posibilidades de reparar el daño o de que los responsables de cometerlo sean castigados son prácticamente nulas. Casi nadie denuncia los delitos. Y para complicar el cuadro, en muchos municipios, especialmente en Tamaulipas, Morelos y Guerrero, la gente abriga sospechas bien fundadas sobre la connivencia entre criminales y autoridades. El Estado mexicano, en su conjunto, ha sido ineficaz para combatir el crimen y ha fracasado en reducir, así sea mínimamente, la plaga de la impunidad. Debido a todo ello, la sociedad mexicana vive en un estado de vulnerabilidad, zozobra y desánimo.
¡Qué distinto se vislumbraba el futuro en 2000! La fuerza de los votos deshizo los ejes que mantenían el viejo “sistema” (término que se usaba para describir el monopolio político cuidadosamente operado por el PRI). En 2000, por primera vez desde 1929, el pri no solo perdió la presidencia frente al panista Vicente Fox sino también la mayoría en ambas cámaras del Congreso. Clave fundamental en este proceso de cambio fue el trabajo independiente e imparcial del Instituto Federal Electoral. Aunque establecido en 1990, alcanzó su plena autonomía y efectividad en 1996. Debido a la derrota delpri y al cambio de gobierno, los poderes del presidente disminuyeron y se acotaron. Hasta entonces, la presidencia mantenía las atribuciones de una monarquía absoluta, entre ellas, la instalación de un nuevo emperador cada seis años. Pero desde 2000, como fichas de dominó (y por voluntad de los electores que preferían otras opciones como el pan y el prd) muchas gubernaturas y alcaldías comenzaron a caer fuera de la esfera del PRI.
Esta pérdida del control por parte del Revolucionario Institucional tuvo otra derivación, no menos sorprendente: promovió la plena libertad de expresión en todos los medios. Hasta 1994, a través de la presión económica o política, el “sistema” censuraba la radio y la televisión. La radio ofrecía alguna resistencia pero la televisión privada se avenía totalmente al control gubernamental, proyectando en su pantalla solo la versión oficial y fungiendo –en palabras de su fundador principal– como “un soldado del pri”. Todo esto cambió al final del siglo. México vivió su propia “revolución de terciopelo”. La plena libertad de expresión y de crítica se volvió habitual en los medios.
Con esos cambios históricos, muchos pensamos que la democracia, como ideal y como un proceso político ordenado, traería consigo una era de paz, prosperidad y justicia. Fue una ingenuidad. Ahora, a dieciséis años de distancia, México padece una profunda insatisfacción con el funcionamiento de su democracia. Existe incluso, en algunos círculos, la impresión de que la transición no ocurrió en 2000 y de que el orden actual no merece siquiera llamarse democrático. Cualquiera que sea su grado, esta insatisfacción, expresada abiertamente en los medios y las redes sociales, es en sí misma un indicio de salud democrática, porque revela una exigencia de soluciones efectivas que contrasta con el clima de censura y autocensura prevaleciente en México a lo largo de casi todo el siglo XX Y sin embargo, decepcionados con el estado actual de la democracia, muchos mexicanos piensan de modo distinto.
México es muchos Méxicos. Amplias regiones del país viven en paz, pero las razones de su tranquilidad pasan casi inadvertidas. Piénsese, por ejemplo, en el extenso territorio central del Bajío, que comprende los estados de Guanajuato, Querétaro y Aguascalientes. Gracias a sus exportaciones (que incluyen automóviles, computadoras y aviones) las economías de esos estados han crecido de manera consistente a tasas anuales del 4.5, 6.4 y 11.3%. El turismo florece en zonas como Yucatán y Quintana Roo. La propia Ciudad de México, sin estar libre de inseguridad, puede ufanarse de su rica vida cultural y sus sólidas instituciones de educación y salud, tanto públicas como privadas. Y en fin, comparada con otras naciones de América Latina, la economía mexicana es mucho menos dependiente de la producción petrolera gracias al crecimiento general del comercio y los servicios, la producción agrícola y manufacturera, así como del turismo y las remesas que envían los mexicanos que trabajan en Estados Unidos.
No obstante, para muchos de nuestros ciudadanos, en especial para los jóvenes, todo esto puede pasar desapercibido. Lo cual es perfectamente comprensible debido a que en el otro México han sucedido, de manera incesante, hechos terribles: asesinatos de estudiantes, periodistas y alcaldes, escándalos de corrupción, airadas huelgas de maestros, la aparición de nuevos cárteles de la droga, choques sangrientos entre los militares y el crimen organizado, linchamientos de criminales locales o de sospechosos por parte de ciudadanos iracundos. Este es el México que atrae la atención de la prensa nacional e internacional, el que lo ha convertido en sinónimo de “drogas y crimen”.
El vasto sentimiento de insatisfacción y desánimo en México ha sido rigurosamente documentado en “Veinte años de opinión pública Latinobarómetro 1995-2015”, el informe reciente de Latinobarómetro, empresa chilena dedicada a medir la opinión pública latinoamericana. El reporte consigna que mientras que cerca del 40% de los latinoamericanos se considera satisfecho con los gobiernos democráticos, únicamente el 21% de los mexicanos dice estarlo, no tanto por fallas intrínsecas del sistema democrático (que un 60% considera mejor que cualquier alternativa) sino por el desempeño de los políticos. Según Latinobarómetro, el presidente Enrique Peña Nieto alcanza un 35% de aprobación (solo superior, en la región, a Nicolás Maduro de Venezuela, Dilma Rousseff de Brasil, el peruano Ollanta Humala y Horacio Cartes de Paraguay). La fe de los mexicanos en el Congreso es aún más baja, lo mismo que la confianza en los partidos. La inmensa mayoría (cerca del 80%) cree que en México no hay elecciones limpias, que el combate a la corrupción ha sido ineficaz y que el gobierno no sirve al bien del pueblo. En todos esos temas, las actitudes a lo largo de América Latina son menos severas. (Letras Libres)