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Discurso de Gabriel Boric
Por Ignacio PERALES, para SudAméricaHoy (SAH)
Buscar una solución para Venezuela desde el Gobierno de Venezuela parece un objetivo imposible. El presidente, Nicolás Maduro, continúa sin dar muestras reales de querer buscar acuerdos o consensos mediante el diálogo y pensar, a estas alturas, que va a cambiar resulta, cuando menos, ingenuo, por mucho que digan los cancilleres de Unasur.
Hoy, ya no tiene mayor importancia si Maduro insiste en ese camino por criterio propio o sigue el control remoto de Cuba. Sí la tiene la reacción de los países con los que se considera alineado el presidente de Venezuela y la de buena parte de las organizaciones fundadas en el continente para defender los derechos humanos.
Cuatro presidentes de Sudamérica vivieron una etapa de terrorismo de Estado imposible de olvidar. Michelle Bachelet, Dilma Rousseff, José Mujica y Cristina Fernández de Kirchner. Los tres primeros fueron víctimas directas de los regímenes militares de sus países. En todos los casos, con su llegada al poder, han hecho en sus discursos una defensa a ultranza de la democracia y del respeto a la vida.
Su condescendencia frente a los cerca de 40 muertos, más de 400 heridos y unos dos mil detenidos venezolanos por el Gobierno del sucesor de Hugo Chávez, les ha colocado en la posición de complicidad que ellos reprocharon a otros cuando trataban de sobrevivir con gobernantes que encarnaban tiranías de viejo cuño.
El terror generado desde el Estado no debería justificarse por razones de ideología. Despreciar con silencio, posturas tibias o indiferencia deliberada, las violaciones sistemáticas a los derechos humanos que suceden, en especial desde hace un mes y medio, en Venezuela produce vergüenza ajena. Aún más cuando quienes lo hacen son presidentes que sufrieron en sus carnes y en las de sus seres queridos el abuso de poder.
El compañerismo de los que se sienten camaradas en estas circunstancias y enarbolan en mayor o menor medida la bandera del socialismo, les está convirtiendo, por acción u omisión, en algo muy parecido a lo que sufrieron pero, además, sirve como arma arrojadiza contra ellos mismos desde aquellas tribunas –siempre las habrá- que sienten añoranza por la mano dura de un Estado que mantenía las urnas bajo siete llaves.
La decepción por esos presidentes es grande pero quizás lo sea aún más el papel desempeñado por las organizaciones que nacieron para proteger a las personas. Algunas de ellas, como el Cels (Centro de Estudios Legales y Sociales) de Argentina, son ahora apenas un reflejo de lo que fueron cuando los militares mataban y hacían desaparecer a personas por tierra, mar y aire.
Santiago ODonnell recuerda, en un minucioso informe, cómo “las violaciones (en Venezuela) ocurrieron y no fueron debidamente denunciadas, mientras el golpe no ocurrió pero fue denunciado hasta el hartazgo”, por ONGs y presidentes de la región. El periodista realizó un seguimiento de las organizaciones de derechos humanos donde observa. “Amnistia Internacional, Human Rights Watch y la Comisión Interamericana de Derechos Humanos se pronunciaron en tiempo y forma” y pusieron “los derechos humanos al frente de sus preocupaciones”. Los tres organismos mencionados, recuerda, tienen sede en Londres, Nueva York y Washington, no en América Latina.
El resto de las organizaciones se pronunciaron tarde y lo hicieron de una manera sorprendente. El Serpaj (Servicio de Paz y Justicia) del Premio Nobel de la Paz y ex detenido desaparecido Adolfo Pérez Esquivel lo hizo diez días después del comienzo de la represión y puso al frente como responsable del caos venezolano a Estados Unidos. Algo similar hizo la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos (APDH) que “también culpó a Estados Unidos, a los medios de comunicación y a la oposición por la violencia en Venezuela”, observa O´Donnell.
El colofón de esta secuencia se fecha el 25 de febrero. Ese día medio centenar de organismos de la región, agrupados en la Coalición Internacional por los Derechos Humanos de las Américas, emitieron un comunicado que si no fuera por su propia historia parecería redactado por cándidos chicos de colegio que confundieron la materia de derechos humanos con la doctrina bolivariana. Denuncia “actos de violencia” e identifica como primeros responsables de los crímenes a los “participantes en las protestas”. O´Donnel también recoge las expresiones de Hebe de Bonaffini, presidenta de Madres de Plaza de Mayo. “Querido compañero, Maduro: como ves, el enemigo no descansa, pero nosotros tampoco. Desde Argentina, desde la casa de las Madres, desde nuestro corazón, te apoyamos. Lamentamos las muertes de los compañeros, lamentamos el intento de Golpe”.
El propio Mauro, después de atizar a los «colectivos» (paramilitares), reconoció responsabilidad de las fuerzas del Estado en la barbarie pero los organismos que se dicen de derechos humanos parece que esa parte de su discurso no la escucharon.
La conclusión de estos hechos resulta desoladora. El terrorismo de Estado sufrido en buena parte de los países de Sudamérica en los años 70 parece no haber dejado la enseñanza adecuada. Las formas brutales de dictaduras y Fuerzas Armadas que marcaron, con especial saña, a Chile y a la Argentina y con menor intensidad –en términos numéricos- a Brasil, Paraguay, Uruguay, Perú y Bolivia, hoy se repiten con falsos ropajes democráticos en Venezuela. El retroceso es enorme pero que éste vaya acompañado de la complicidad de los organismos de Derechos Humanos es, en rigor, un golpe brutal para cualquier democracia y el mundo.