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Discurso de Gabriel Boric
César ha preparado su cebiche de hoy con reina. Es bueno de verdad y se presenta con detalles poco frecuentes en un mercado: vajilla cuidada, un toquecito de mermelada de maracuyá alegrando el camote… Son las 11 de la mañana, acaba de comprar el pescado en un puesto del mercado de Surquillo cercano al suyo y prepara sus cebiches a la vista del cliente. Él y Diego, otro joven cocinero, se han instalado en el mismo pasillo del mercado, ocupando dos puestos abiertos frente por frente, a un paso de las pescaderías. Diego ha elegido corvina y dice que su cebiche es al estilo mediterráneo, porque cambia el camote por pan tostado. Licencias al margen, el plato es fresco y agradable.
El cebiche sube de estatus en el recién estrenado local de Ronald (Ignacio Merino 2427, Lince), vencedor de “Ceviche con sentimiento”. Un restaurante para un cocinero humilde es un premio que justifica un programa de televisión, aunque haya tenido de todo (me llamó la atención el carnicero bigotón recriminando a un concursante porque no se tapaba el bigote para cocinar; ¿lo hace él para cortar la carne que sirve cada día? Tal parece que el mundo de la cocina sigue dividido en dos: el de los exitosos, autorizados a trabajar con las manos desnudas, la pelambre al viento y sin delantal, y el de los humildes, obligados al gorrito de plástico, los guantes de látex y el uniforme blanco). El cebiche de Ronald es sencillo y elocuente; los platos hechos con cariño y sentido común contienen un plus que los hace brillar. El cebiche de Ronald es de cabrilla y chicharrón. Compra cada día el pescado que piensa puede vender y cuando lo agota, echa el cierre y vuelve a casa. Solo necesita entender que la formalidad obliga a cumplir el compromiso con la hora de apertura.
La cocina peruana tiene unos cuantos cebiches para cada día del año. Los hay para todos los gustos y de todos los colores. Me fascinan los de La Picantería, que me parecen los mejores que he podido comer en Lima: preparados al momento, preocupados por resaltar el sabor del pescado, explotando al máximo el frescor de las cabrillas, las charelas o las chitas que los alimentan. A veces ofrecen un cebiche hecho con el pescado curado en sal durante veinte minutos y la experiencia abre la puerta a un mundo nuevo. En Fiesta –la honestidad por encima de todo- están los dos grandes cebiches de mero, el clásico y el preparado a la brasa: precisión milimétrica en el primero e imaginación desbordante en el segundo. Me falta un cebiche de cangrejo chancado para que la felicidad sea completa.
Hay buenos cebiches en Lima; da igual si son populares o se contemplan desde el mirador de la alta cocina. Los hay diferentes, como el cebiche de chochos de El Tarwi o uno preparado con huevos cocidos que comí en una visita al penal de Castro Castro. Otros muchos alimentan la duda -la abundancia siempre abre la puerta de la discrepancia-, pero esa es historia para otro día.
Tenemos muchos cebiches, pero son muchos los que dejan un ingrato sabor metálico en la boca; perdura durante horas y no deja de inquietarme. Es la consecuencia del glutamato monosódico –aquí lo llamamos ajinomoto, en referencia a la marca dominante-, una de las grandes ponzoñas legales de nuestro tiempo. Una sustancia adictiva capaz de trastocar los sabores y manipular las emociones hasta engañar al cerebro, haciéndole creer que no ha comido suficiente. Las autoridades sanitarias chinas lo consideran entre las principales causas de sobrepeso. Aquí se recomienda en algunos tratados de cocina. Deberíamos desterrarlo de nuestras vidas. (Somos. El Comercio)