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Discurso de Gabriel Boric
Por Hugo COYA, para SudAméricaHoy (SAH)
Los gobiernos primerizos, como los niños, necesitan un cierto periodo de maduración. No se les puede exigir de la noche a la mañana que cumplan todo aquello que prometen en la campaña que los lleva al poder, aunque sí un mínimo de coherencia desde su nacimiento, desarrollo y envejecimiento, el cual llega, inevitablemente, con el fin de su mandato.
El presidente Ollanta Humala acaba de cumplir tres de los cinco años de gobierno en medio de un proceso plagado de luces y sombras.
Sus tenaces opositores, como lo vienen haciendo desde antes de su llegada al poder, anuncian cada día la catástrofe inminente, el hundimiento del país, el fin de los tiempos, gracias a su actitud muchas veces timorata frente a graves problemas nacionales, el excesivo protagonismo de su esposa en las decisiones gubernamentales, su zigzagueante opinión en temas cruciales como derechos humanos, medio ambiente o la unión entre personas del mismo sexo así como la imposibilidad de crear un sólido gabinete y bloque político en el Congreso.
Para sus seguidores, por el contrario, Humala ha mantenido sus promesas, manteniendo incólume la democracia, la libertad de prensa, fortaleciendo los programas sociales, reduciendo considerablemente la pobreza, ampliando la infraestructura. Todo esto sin que tuviera que enfrentar graves casos de corrupción, como ocurrió en los tres gobiernos precedentes.
¿El vaso medio lleno o medio vacío? Difícil encontrar una respuesta imparcial en un país multicultural, tan fragmentado y donde la política se ha convertido, desde hace algunos años, en una suerte de río infestado de pirañas.
Si nos llevamos apenas por las cifras macroeconómicas, el crecimiento durante Humala ha proseguido por encima del promedio de otras naciones latinoamericanos, aunque no a la velocidad de sus predecesores.
Durante los primeros dos años, Humala esgrimía orgulloso el crecimiento económico con cifras superiores al 5 por ciento anual, pero ahora el panorama nacional e internacional son completamente diferentes con la caída abrupta en la exportación de los minerales por el enfriamiento de la economía china.
La paulatina ralentización de la economía es ya tan evidente que hasta el propio gobierno ha tenido que reconocerla y algunos ya hablan del fin del “milagro peruano” en relación al ciclo de crecimiento nacional que se arrastra por casi dos décadas.
Sin embargo, el mandatario ha mantenido en su puesto al ministro de Economía y Finanzas, Luis Miguel Castilla, uno de los pocos colaboradores cercanos que lo acompañan desde su asunción de mando. Castilla es un funcionario ortodoxo que equipara frecuentemente la buena gestión económica con el tamaño de las reservas monetarias del país.
Algunos gremios de trabajadores lo culpan por la negativa del gobierno a incrementar sus salarios y los economistas heterodoxos le atribuyen el enfriamiento a su férrea decisión a guardar celosamente bajo siete llaves la bóveda fiscal.
Pero este 28 de julio, fecha del aniversario nacional y del tradicional mensaje a la nación, Humala parece haber decidido dar un giro y poner el pie en el acelerador, tras enfrentar paupérrimas cifras en los últimos tres meses y proyecciones que la economía peruana no crecerá este año por encima del 4,3 por ciento.
Así anunció, en su discurso, la ampliación de diversos programas sociales para lograr que la pobreza se reduzca al 15 por ciento en el 2016, un incremento de sueldos y salarios, la realización y conclusión de una serie de grandes obras públicas, mejoras en la educación pública y otras medidas para promover la inversión privada con la evidente intención de aumentar la demanda interna ante un mercado externo cada vez más esquivo.
El ministro de la Producción, Piero Ghezzi, aseguró que, con las nuevas medidas, el país retomará su velocidad de crucero y crecerá los próximos años entre 7 y 8 por ciento anual.
La realidad se encargará de demostrar en un futuro no muy lejano si se trata apenas de un exceso de optimismo o la constatación que Humala alcanzó, finalmente, el síndrome de la madurez, aquel que obtienen los gobernantes solo con el paso de los años y la experiencia.