EL VIDEO
Discurso de Gabriel Boric
Por Ignacio MEDINA @igmedna
La Tabla Scoville es el directorio del picor. Algo así como la bajada a los infiernos gestionada a golpe de cifras. Todo se mide en unidades Scoville, que describen el grado de picor escondido en cada bocado. El mirasol apenas eleva el listón hasta 5000 unidades. Las cosas se ponen más serias con el limo, el amarillo y el charapita y el calor se dispara en la boca hasta 50.000 unidades de picor. Apenas es nada. Queda un mundo hasta llegar al último círculo del castigo, encarnado en el Bhut Jolokia –“chile fantasma”, ¿será que nadie vuelve a ver a quien lo come?-, engendrado en Asma (India), capaz de arder hasta 1.001.304 unidades Scoville.
Comparados con eso, los picores peruanos son de andar por casa. Sólo el rocoto levanta la cabeza con 200.000 unidades picosas. Recuerdo que un amigo estuvo al borde de la asfixia el día que decidió darle un bocado al primer rocoto que encontró en un mercado y me entran sudores al pensar en el bendito Bhut Jolokia. ¿Estará catalogado como arma química?
La escala que consulto no distingue el rocoto de árbol del cultivado en la Amazonía, mucho más carnoso, de sabor más extremo y considerablemente más grande. También el más habitual en nuestras cocinas. Sus únicas virtudes son el tamaño –más grande- y el precio –más chico-, en una combinación que arrincona las casi doscientas variedades censadas por la Estación Agraria de Santa Rita, en Arequipa. Algún chef me dice que no las encuentran. Tampoco creo que las busquen; prefieren el camino más sencillo. Es el consumo el que tira de las ventas y estas arrastran la producción.
Busco por los comedores de Lima y topo con la realidad: la mayoría da la espalda al rocoto de siempre. Prefieren comprar en la selva. Encuentro la excepción en El Characato de Oro (Aviación 3101, San Borja) en forma de rocoto de árbol, más chico, alargado, con la pulpa fina y un color rojo oscuro que marca diferencias. También el sabor, mil veces más sutil, y la textura, mucho más delicada. No tenía el mejor relleno, pero la calidad del rocoto ayudó a perdonar algún detalle.
El trabajo es un activo decisivo cuando se habla de cocina. En el caso del rocoto selvático es, antes que nada, una obligación. No lo entienden así en El Rinconcito de Tiabaya (Jr. Manuel Yribarren 962, Surquillo) y La Picantería (Santa Rosa 388, Surquillo), donde llega medio crudo, sin desbravar y con cada bocado crujiendo en la boca. El del Rinconcito de Tiabaya trae una salsa a base de leche –en El Characato es de crema, más consistente- y una papa con queso rallado. El pastel de papa queda para el domingo. En la sucursal de El Rocoto en Miraflores (Federido Villareal 360), el rocoto llega mejor trabajado, con el picor domesticado, y el relleno es impecable. También le acompaña un cremoso pastel de papa, pero es colgar la foto en Facebook y las redes se incendian. ¡No tiene salsa de leche y hay un chip de papa pinchado en el pastel! Doble herejía. Si los dueños de la ortodoxia vieran el de Panchita (Dos de mayo 298, Miraflores), se arrancarían en procesión penitencial. No pica, no lleva leche, el rocoto reposa sobre el pastel de papa y el relleno tiene arvejitas y zanahoria. Resultan ser los dos mejor resueltos de toda la serie. Acabo pensando que me sobran la salsa de leche y la ortodoxia. Al final, el mejor rocoto relleno que recuerdo lo comí en una mesa del mercado de Pisac. Era un rocoto de árbol, venía rebozado, frito, sin salsa… y costó dos soles.