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Discurso de Gabriel Boric
Buenos Aires. Por José VALES
Cuesta escribir siempre sobre la misma historia. No frustra porque los actores cambian y las víctimas también. Pero el libreto se repite sin cesar como un “remake” cinematográfico de pésima calidad. A lo largo de la historia argentina hay tanto muerto sospechoso, en circunstancias extrañas, que la sociedad terminó por familiarizarse con ellos. Expresa su bronca por unos días, teje unas cuantas leyendas alrededor del caso y todos, indefectiblemente todos, terminan archivados en el «bibliorato» de la impunidad. Así como los que creen que la muerte del fiscal especial, Alberto Nisman, fue un asesinato -son los más, según las encuestas-, los que apuestan a que el caso terminara quedando impune, saben que no perderán.
No es la primera muerte que viene cargada con el sello de la mafia, en la era kirchnerista. Héctor Febres, un prefecto más conocido en los campos de concentración de la dictadura como “El Selva”, apareció envenenado en su celda el 10 de diciembre de 2004, cuatro días antes de declarar ante el juez sobre su participación y de la sus compañeros detenidos en los sótanos de la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA), durante los años de plomo. Nunca más se supo al respecto de la investigación. Se podría recorrer gobierno tras gobierno, para tildar la lista de muertes dudosas, hasta llegar a Juan Duarte, el hermano de Eva Perón, quien apareció muerto en su departamento de la Recoleta en 1953, pocos meses después de la muerte de su hermana. Aquí nadie duda que su deceso obedeciera, a una orden del propio General Juan Perón. Algo que nunca fue probado judicialmente.
En el caso de Nisman, todas las hipótesis siguen abiertas. Las evidencias, las contradicciones de quienes deberían haberlo custodiado y los desatinos de un gobierno que acostumbró a todo un país a su mala praxis política, no permiten visualizar a los actores del hecho o si fue un simple suicidio. Lo cierto es que la Administración Kirchner venía de desatar la ira en el interior de la Secretaría de Inteligencia. De hecho, en una de sus narraciones, la presidenta, Cristina Kirchner, puso la lupa sobre Antonio “Jaime” Stiusso, el ex jefe de Operaciones de la SIDE, a quien Néstor Kirchner, había puesto a trabajar con Nisman.
Lo que se sabe de Stiusso, se le debe al ex ministro de Justicia, Gustavo Béliz, quien le denunció públicamente en el 2004 por actividades ilícitas. Kirchner no lo dudó: separó de su cargo a Béliz quien debió radicarse en Washington y mantuvo al agente de inteligencia, que solía prestar múltiples servicios a la pareja del poder.
Fue el pasado 17 de diciembre cuando la presidenta lo separó de su cargo y se respaldó en otro agente de peso, Fernando Pocino y en el comandante en Jefe del Ejército, el General César Milani, un experto en inteligencia acusado de violación a los derechos humanos, durante la dictadura militar.
Nada nuevo en el universo gubernamental. Allí lo único que cambió es el gusto de la presidenta a la hora de comunicar. Dejó de lado la oratoria en extensas cadenas televisivas y radiales por la literatura. Ahora se aboca a largos textos cargados de preguntas y acusaciones, sin recordar siquiera que es ella la responsable máxima de lo que pase con la secretaría de Inteligencia y que es ella la principal acusada en la denuncia que Nisman presentó antes de morir.
Golpeada políticamente, como nunca antes, la mandataria ni siquiera transmitió condolencias a los deudos de Nisman.
Tampoco la oposición, y la clase política en su conjunto atinaron a reaccionar a la altura de la gravedad de los hechos. Nadie sabe cómo pararse ante ese cadáver,
No falta quien compare la muerte de Nisman con el asesinato de José Ignacio Rucci en 1973, el entonces secretario General de la CGT y mano derecha de Perón, que terminó por desatar la etapa más violenta de la historia del país. Nadie sabe si ese paralelo es correcto, pero lo cierto es que la muerte del fiscal marca un antes y un después en la vida democrática del país, mientras el kirchnerismo en su conjunto se encolumna con “la jefa” para descalificar la denuncia y atacar a todo aquel que intenta analizar las cosas de otra manera. Otra costumbre nacional amén de hacer callar a cierta gente de un balazo o con una pastilla de cianuro.
En lo que hace a la investigación de la AMIA, la mala praxis del gobierno es absoluta. En el 2003 Kirchner había llegado al gobierno escaso de poder. Se dedicó a construirlo a través de la designación de una nueva Corte Suprema, y de una política de Derechos Humanos con la que logró captar los favores de la Centro Izquierda. En lo que a la AMIA respecta, prometió una investigación que estuviese en las antípodas de la que se había llevado a cabo, durante el gobierno de Carlos Menem. Designó a Nisman, quien acusó a Menem y al juez Juan José Galeano por encubrimiento. Se acercó al Congreso Judío Internacional, y como una señal clara de su política designó al periodista Héctor Timerman (otro de los acusados por Nisman), primero embajador en Estados Unidos y luego canciller.
Cristina Fernández, pasó en el 2012, de ese acercamiento con la Comunidad Judía a un acuerdo con Irán, para el cual Hugo Chávez había acercado posiciones. La firma del memorándum entre ambos gobiernos había dejado a Nisman fuera de juego. Una de las preguntas que se hace la mandataria en sus textos que remiten a una Agatha Christie de las Pampas, es por qué el fiscal adelantó el regreso de sus vacaciones europeas. La fiscal del caso la desmintió y dijo que Nisman no adelantó nada, que salió de Buenos Aires con el billete de vuelta cerrado para el día 12 y no lo cambió.
Hay otras tantas preguntas que la presidenta se hace en sus textos y que ella debe conocer la respuesta. De seguir la escuela de la célebre escritora británica, el desenlace será digno del género y la disyuntiva presidencial se limitará a elegir un título propio para la trama. Debatiéndose entre la mediocridad del plagio y llamarlo “la ratonera” o el más creativo idóneo: “Muerte en el Río de la Plata”.