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Discurso de Gabriel Boric
Por Álvaro HERRERO, para SudAméricaHoy
(Doctor en Ciencia Política por la Universidad de Oxford y Presidente del Laboratorio de Políticas Públicas)
Un escándalo político sacudió recientemente a Chile. El hijo de la presidenta Michelle Bachelet, Sebastián Dávalos, se vio envuelto en un escándalo luego de que la revista chilena «Qué Pasa» revelara que la sociedad Caval Limitada, propiedad de su esposa, Natalia Compagnon, obtuvo un crédito del Banco de Chile por cerca de 10 millones de dólares para un negocio inmobiliario. El crédito fue otorgado un día después de que Bachelet ganará la segunda vuelta y así se convirtiera en presidente de Chile. Dos datos adicionales para tener en cuenta. Primero, el dueño del banco tenía estrechos vínculos con el gobierno de Bachelet. Segundo, Dávalos y su esposa se beneficiaron en más de tres millones de dólares al revender los terrenos que adquirieron con el préstamo, aprovechando una revaluación producto de una recalificación urbana que no era de conocimiento público. Ante tantas irregularidades y las repercusiones mediáticas, el hijo de Bachelet tuvo que renunciar a su cargo en la Dirección Sociocultural de la Moneda.
Visto desde mi país, Argentina, la reacción de Dávalos es sorprendente. Situaciones como tráfico de influencias, negociaciones incompatibles con la función pública, y uso de información privilegiada son moneda corriente aquí. Sin embargo, nadie renuncia y las investigaciones judiciales nos prosperan e incluso algunos medios de comunicación ni siquiera le dan transcendencia. Sin ir más lejos, el Vicepresidente de la Nación, Amado Boudou está procesado en dos causas, una por delitos muy similares –aunque de mucha mayor envergadura económica- y no solo no ha renunciado sino que nunca hubo explicaciones oficiales al respecto por parte de la Presidente de la Nación. Muy próximo al juicio oral, el funcionario de segundo mayor rango en el país sigue firme en sus funciones.
¿Cuáles son las diferencias entre un país y otro que explican respuestas tan disímiles ante situaciones análogas? ¿Es un tema de raigambre? ¿Cuenta Chile con mejor normativa que Argentina? ¿O se trata de aspectos culturales? ¿Hay mayor tolerancia social a la corrupción?
La búsqueda de una respuesta me lleva a reflexionar sobre el estado de situación en Argentina en materia de transparencia y lucha contra la corrupción. Cuando se analiza lo ocurrido en la última década, los resultados no son nada alentadores. Por un lado, los organismos de control han sido desmantelados o neutralizados. Por ejemplo, la Fiscalía Investigaciones Administrativas, un organismo del Ministerio Público Fiscal especializado en sancionar la corrupción en el Estado, estuvo vacante desde 2009 hasta mediados de 2014. Si bien estuvo a cargo de un fiscal interino, durante ese período, su actividad decayó notoriamente y siete de sus doce cargos se mantuvieron vacantes.
Por su parte, la Oficina Anticorrupción, que depende del Ministerio de Justicia, se ha desdibujado por completo ya que sus titulares en la última década siempre fueron figuras afines al gobierno. Así, este organismo, que es el principal responsable dentro del Poder Ejecutivo de la lucha contra la corrupción, ha tenido escasa incidencia y nulo protagonismo en la lucha contra los delitos del poder.
Otro espacio clave en materia de control es la Defensoría del Pueblo de la Nación, un organismo creado por la reforma Constitucional de 1994 cuya misión es la defensa y protección de los derechos humanos y demás derechos, garantías e intereses tutelados en la Constitución y las leyes. Constitucionalmente es un organismo de primer nivel, pero sin embargo el cargo de Defensor Titular se encuentra vacante desde abril de 2009 y los nombramientos de los Defensores Adjuntos vencieron en diciembre de 2013. En otras palabras, la Defensoría se encuentra acéfala y no hay quien cumpla sus funciones, quien controle ni quien defienda los derechos de los ciudadanos.
Para no ser reiterativo, solo resta señalar que otros organismos centrales en el sistema de control argentino también están politizados o severamente limitados en sus funciones como la Auditoría General de la Nación y la Sindicatura General de la Nación.
En otras palabras, en Argentina no hay quien controle. No hay una política pública de control, una política de transparencia y de lucha contra la corrupción. No hay trabajo coordinado entre las diversas agencias, ni entre estas y el sistema de justicia. De esa forma, se ha consolidado un patrón de impunidad alarmante, donde nadie es castigado y nadie va preso. En promedio, los juicios por corrupción duran 11 años y pocas veces llegan a juicio oral. Los condenados por corrupción en Argentina en los últimos quince años se pueden contar con los dedos de una mano.
El contraste con Chile es notorio, aunque todos los países tienen mucho por mejorar en esta materia. Argentina convive con la corrupción y el tramado institucional abocado a combatirla está notoriamente debilitado. De este lado de la Cordillera de los Andes no hay voluntad para luchar contra la corrupción. Por ejemplo, mientras Chile cuenta con el prestigioso Consejo para la Transparencia, Argentina ni siquiera cuenta con una ley de acceso a información. En Sudamérica, solo Venezuela, Bolivia y Argentina aún carecen de una ley en la materia. Mientras Chile se embarca de manera profunda en reformas en el marco de la Alianza para el Gobierno Abierto (más conocida por su denominación en inglés Open Government Partnership), Argentina recién está dando pasitos de bebé y el gobierno da marchas y contramarchas en la publicación de los salarios de la Presidenta y sus ministros.
El problema no solo es legal sino claramente político y cultural. En Chile, ante la aparición en los medios de las noticias sobre los beneficios obtenidos, el hijo de la Presidenta Michelle Bachelet renunció. En Argentina, luego de que la Cámara Federal de Apelaciones confirmara el procesamiento del Vicepresidente Boudou por haberse quedado con el 70% de una imprenta dedicada a imprimir la moneda argentina, todo lo cual se habría hecho a través del pago de coimas, el funcionario sigue en su puesto, cobrando un salario y disfrutando de los privilegios de su cargo. Nadie le pidió la renuncia.
Tenemos mucho por aprender del caso chileno y de otros países de la región. Sin embargo, mientras no haya liderazgo político y una mayor demanda social por más ética en la función pública, será difícil emprender cualquier proceso de cambio. Mientras tanto, a nuestros vecinos de Chile, solo resta decirles ¡chapó!