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Discurso de Gabriel Boric
Por Ignacio PERALES, para SudAméricaHoy
La mala costumbre de los presidentes de Gobierno de meter a la familia en el aparato del Estado le ha pasado a Michelle Bachelet una factura dolorosa. La presidenta de Chile tuvo que poner la cara por su hijo Sebastián después de que éste dimitiera al frente de la Dirección Sociocultural de Presidencia, salpicado por un caso de corrupción que involucra también a su esposa.
El puesto que ocupaba el mayor de los hijos de Bachelet es el que habitualmente desempeñan las consortes de los Presidentes. En el caso chileno el hecho diferencial es el género de la Presidenta y la ausencia de consorte oficial.
Esta circunstancia la aprovechó la socialista para abrirle un espacio en la Administración a su hijo Sebastián Dávalos. Con el nombre y el apellido el joven, al día siguiente de que su madre ganará las elecciones, logró un crédito bancario para la compra de unos terrenos de escaso valor que, como sucedió posteriormente, se recalificaron y sus propietarios (la pareja) hizo el gran negocio.
Este episodio resulta familiar en la vecina argentina donde en la provincia de Santa Cruz, feudo del matrimonio Kirchner –incluso tras la muerte del ex presidente- la familia y sus parientes directos hicieron grandes negocios de modo parecido.
La diferencia, a un lado y otro de los Andes, es que Bachelet se tragó el sapo político y familiar y no dudo en reconocer públicamente el lamentable “incidente”. La presidenta de Argentina, con una lista de acusaciones de corrupción importante, hasta la fecha ha combatido con el ataque las sospechas y evidencias que la tienen cerca del banquillo donde, casi con certeza, hará escala antes su hijo: Máximo, el elegido para dejar sus huellas dactilares, o firma, en los papeles de Hotesur, la sociedad a la que su madre le invitó a participar.
La tendencia de los presidentes a colocar a hermanos, cuñados, sobrinos o hijos en espacios de poder tiene otros antecedentes. Fernando De La Rúa le dio la Cartera de Justicia a su hermano Jorge y su hijo Antonio estaba considerado, con motivos sobrados, el Rasputín de su efímero Gobierno. Carlos Menem tenía a su hijo Carlitos rondando cerca pero las aficiones del joven, que terminó estrellado en un helicóptero, eran más de playboy que de aspirante a la cosa pública. Su hija Zulemita se limitó a ser la acompañante en sus viajes tras su escandaloso divorcio de Zulema Yoma mientras trataba de venderle la moto de turno a los clientes de su concesionaria. Y, Raúl Alfonsín, se cuido mucho de mantener lejos del poder a sus hijos pese a tener a Ricardo, que hasta hoy trata de mirarse en su espejo.
En los países vecinos no hay registro reciente de situaciones acomodaticias de esta naturaleza. En Uruguay José Mujica no tiene hijos y Tabaré Vázquez mantuvo a los suyos lejos de su despacho. Rafael Correa, con todos sus defectos, arremetió contra su hermano Fabricio cuando descubrió cómo se beneficiaba de contratos con el Estado poniendo su apellido en la mesa.
En Perú Ollanta Humala tiene un problemita con su mujer Nadine Heredia, la versión andina de Hillary Clinton pero, en rigor, ocupa el puesto de primera dama que le corresponde. Evo Morales, solterón empedernido pero con dos hijos de diferentes relaciones a lo más que llegó fue a dejarse acompañar de su madre y de la niña, Eva Liz, en actos públicos, una escena más estética que la de la soledad y libre de cualquier pecado.
Lo mismo podría decirse de Brasil donde Dilma Rousseff, con los frentes de la corrupción de Petrobras abiertos y los familiares fuera del Gobierno. Tampoco en el Paraguay de Horacio Cartes hay hueco en primera línea para una familia que prefiere tener un perfil bajo al igual que la de Juan Manuel Santos en Colombia. En fin, habría que remitirse a la época de Hugo Chávez y su hermano Adán. actual gobernador del estado de Barina, para encontrar esta consanguineidad en los puestos del poder. Por fortuna, al fin, los que manden empiezan a darse cuenta de que no todo puede quedar en familia