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Discurso de Gabriel Boric
Mauricio Macri es un caso que, posiblemente, pasará a la historia por razones diferentes a la de sus antecesores. Sus formas y su fondo están lejos del peronismo y el radicalismo pero también de la idea de líder –y de persona- que se tenía hasta hace no mucho.
Es sabido que no viene del mundo de la política ni su ambiente es el de los eruditos que, al escucharse, sienten que la voz de Dios se parece a la suya. El presidente de Argentina es un hombre con conciencia de Estado y sensibilidad superior a la que se le atribuye (casi siempre en tono despectivo). El problema de la miseria le angustia y empieza a darse cuenta de que su meta de “pobreza cero” está más cerca de una ilusión que de una realidad a concretar en cuatro u ocho años.
En los primeros seis meses de gestión Mauricio Macri resolvió el “cepo” y el “default” sin que nadie pueda decir lo contrario. En el resto de año y dos meses de Gobierno, pese a lo que muchos observen, ha logrado bajar el tono a la crispación social. La tensión cotidiana que se vivía con Cristina Fernández en la Casa Rosada y en sus delirantes cadenas de televisión, se fue para siempre. Eso no significa que el kirchnerismo duro y sus ramificaciones judiciales, trabajen a destajo para transmitir otro mensaje y ponerle la zancadilla en cuanto el presidente argentino resbala por su propio sendero.
Macri, es evidente, ha cometido errores políticos y en varias ocasiones ha tenido que dar marcha atrás a medidas que, paradójicamente, considera buenas o que estaban, “técnicamente”, bien aplicadas (caso Correo). Otras han sido el resultado de torpezas que asume públicamente y con humildad (jubilados). El rodaje del poder, en personas que vienen de otro lado, tiene estas cosas y el precio que paga el responsable, que no es peronista y no tiene la piel blindada, es alto.
Macri no engañó a nadie, ni antes ni después de llegar a la Casa Rosada. Los argentinos sabían quién era y lo que no era. Otra cosa son las expectativas creadas. Pero el Macri que hoy me interesa no es el de, gestión, gestión, gestión. El Mauricio Macri que me sorprende es el que reconoce su entusiasmo por el budismo y el psicoanálisis, el que no duda en inclinar la balanza a favor del padre que “me trajo al mundo, me educó, me dio la oportunidad de aprender. Siempre voy a estarle agradecido” frente al padre que convirtió su vida profesional y su carrera política en un salto permanente de obstáculos.
Ese Macri que, con otros colegas, vi en la quinta de Olivos es el que despertó mi admiración. Es el mismo que cuando le pregunté, con intención no muy santa, si creía que el Papa comprende sus simpatías con el budismo y el psicoanálisis, sonrió y lejos de intentar esquivar la cuestión entró de lleno sin rodeos y consideró ambas actividades, “buenas”. “No se qué opina Francisco –añadió- sobre que utilice la filosofía budista como un modo de reflexionar. También la práctica de la religión católica, de toda mi vida, me ha llevado a tener buenas reflexiones y valores”, observó.
En cuanto al psicoanálisis, reconoció, “te ayuda, sobre todo cuando uno tiene grandes responsabilidades con un país… Te ayuda a no caer en problemas de Ubris (síndrome atribuido a su antecesora) y que uno se crea que está mas allá del bien y del mal, que es un dios en la tierra». Sobre ese tipo de líderes, añadió, «han hecho mucho daño a su gente… Yo estoy acá para todo lo contrario. Estoy para ayudar a los argentinos. Me acuesto todas las noches pensando cómo ayudar a los argentinos”. Dicho esto, resumió, “esas decisiones –el budismo y el psicoanálisis- son buenas”.
Es difícil imaginar a un presidente, de este lado del Atlántico y del otro, declarando abiertamente que el hombre, por mucho poder que tenga, necesita ayuda y que ésta puede tener forma de túnica, sotana o diván. Pero Macri no es un hombre corriente. Aunque pueda no parecerlo, es diferente.