EL VIDEO
Discurso de Gabriel Boric
La suerte de Brasil nunca está echada. La de Luiz Inácio Lula da Silva tampoco. En principio, no podrá ser candidato presidencial, pero promete gastar la última bala en el Tribunal Supremo, el peldaño judicial más alto del país. Tres jueces de Porto Alegre convalidaron y aumentaron en segunda instancia la condena a prisión que le dictó el juez federal Sergio Moro. La primera en la historia contra un ex presidente por cargos de corrupción y de lavado de dinero. ¿Las elecciones sin Lula son un fraude, como martilla el Partido de los Trabajadores (PT)? ¿O las elecciones sin Lula, sueño del presidente Michel Temer, son otro capítulo de la novela Lava Jato?
El capítulo de las presidenciales sin un favorito, excepto que el candidato ultraderechista Jair Bolsonaro capitalice la intención de voto que recoge en los sondeos. Bolsonaro expresa el fastidio y el miedo de los brasileños. El fastidio con los políticos y el miedo frente al alza de la criminalidad. Su discurso de odio contra las feministas y los artistas, así como su apología de la tortura y de la homofobia, echa sal en la herida de un país sacudido por la crisis y la corrupción. Los brasileños empiezan a salir de la depresión económica, pero deploran la gestión de Temer, sucesor de Dilma Rousseff.
Su partido, el del Movimiento Democrático Brasileño (PMDB), cuenta con el 14 por ciento de los escaños en Diputados y con el 22 en el Senado. El PMDB, preso del llamado presidencialismo de coalición, sólo presentó candidatos en las presidenciales de 1989 y de 1994. En ambas perdió por escándalo. Desde entonces pasó a ser ladero del poder de turno. La remoción de Rousseff llevó al PMDB por tercera vez al gobierno. Había ocurrido en 1985 por la muerte de Tancredo Neves, sucedido por uno de los suyos, José Sarney, y en 1992 por la renuncia de Fernando Collor de Mello antes de ser juzgado por corrupción. Completó el mandato otro de los suyos, Itamar Franco.
De esos matrimonios por conveniencia no escapa el PT, partido de izquierda que tuvo como aliado de coalición al Partido Progresista, el principal sostén de la dictadura militar que manejó los hilos del país entre 1964 y 1985. Un período nefasto que Bolsonaro, diputado y ex militar, reivindicó cuando dedicó su voto a favor de la destitución de Rousseff a uno de sus mayores torturadores, el coronel Carlos Alberto Brilhante Ustra. Lució poco después una camiseta que tenía estampada la leyenda “Derechos humanos, estiércol de la escoria social”. También lamentó que, en esos años, no fuese fusilado el ex presidente Fernando Henrique Cardoso.
La acusación contra Lula por haber recibido como soborno en especie de la constructora OAS un departamento tríplex en el balneario paulista de Guarujá, a cambio de garantizarle a la empresa contratos con la petrolera Petrobras, no es más que la punta del iceberg. Uno de los jueces de Porto Alegre, João Pedro Gebran Neto, afirmó que existen “pruebas más allá de lo razonable de que el presidente fue uno de los principales artífices, si no el principal” del sistema de corrupción creado a través de los contratos de Petrobras (petrolão). Otro de los jueces, Leandro Paulsen, dijo que Lula estaba al tanto de los acuerdos para el pago de comisiones ilegales.
Desde la renuncia de Collor de Mello, senador y precandidato presidencial, el fantasma de la corrupción acecha a Brasil. Rousseff debió deshacerse de Erenice Guerra, su mano derecha y sucesora como jefa de ministros o de la Casa Civil durante el gobierno de Lula, antes de ganar las presidenciales de 2010. Guerra había participado de una firma de cabildeo que manejaban sus parientes. Esa firma ayudó a compañías privadas a obtener contratos y préstamos bancarios estatales para proyectos de obras públicas. Parte del dinero recaudado iba a las arcas del PT.
Dos de los tres jefes de ministros del primer gobierno del PT en la historia debieron alejarse por sospechas de corrupción. En 2005, José Dirceu, mano derecha de Lula y antecesor de Rousseff, no pudo rebatir las denuncias por el mensalão (mensualidad). La acusación del diputado laborista Roberto Jefferson apuntaba a su entrecejo por la compra de voluntades entre legisladores que aprobaban a mano alzada los proyectos del gobierno. Por ese escándalo, tres ex ministros y tres decenas de políticos, banqueros, financistas y empresarios desfilaron por el Tribunal Supremo.
Cuando Rousseff asumió la presidencia, adoptó la línea trazada por Lula: la corrupción podía rozarla, no salpicarla. En sus primeros seis meses de gobierno despidió a dos miembros de su gabinete heredados del gobierno anterior: el jefe de la Casa Civil, Antonio Palocci, y el ministro de Transportes, Alfredo Nascimento. Varios funcionarios de esa cartera habían sido desplazados a raíz de denuncias de fraudes y de desvíos de fondos. La prensa brasileña solía echarle la culpa de esos pésimos hábitos a “la herencia maldita”. La de Lula, ahora supuesta “víctima de una venganza por sacar a tanta gente de la pobreza”.
En medio del fuego cruzado entre la política y la justicia, seis de cada diez brasileños viven en territorios controlados por facciones criminales, según el instituto Datafolha. El país bate el récord de asesinatos: siete por hora. Los partidarios de la venta libre de armas han crecido del 30 al 43 por ciento desde 2013. El 57 por ciento de los brasileños, sobre todo jóvenes de 25 a 34 años, apoya la pena de muerte. Eso supone un aumento de 10 puntos respecto de 2008. La pena capital está contemplada en el inciso 47 del artículo 5º de la Constitución para períodos de guerra, pero no se aplica. La última vez que el país entró en guerra fue durante la Segunda Guerra Mundial.
Esas cifras explican en parte el éxito de Bolsonaro, avivado con los ataques contra sus pares del Congreso. De los 513 diputados federales, 195 enfrentan causas judiciales. De los que votaron a favor de la destitución de Rousseff, el 58 por ciento atraviesa circunstancias similares. Temer salió airoso en el Congreso de la posibilidad de ser suspendido por los delitos de obstrucción de la justicia y de asociación ilícita. Por primera vez en la historia, la Procuraduría General presentó denuncias penales contra un presidente en ejercicio. No una, sino dos veces. Zafó, acaso gracias al presidencialismo de coalición, no exento de complicidad.