EL VIDEO
Discurso de Gabriel Boric
Por Verónica GOYZUETA. São Paulo
Difícil pasar más de dos décadas cubriendo la política brasileña y ver yendo a la prisión a la figura más relevante de todos esos años de trabajo. No existe ningún otro nombre que se acerque a la dimensión de este personaje, independiente del color del pensamiento. Pienso, viendo la conmoción de los dos lados de un Brasil dividido, que Lula no está preso, ni muerto.
Esa retórica que aviva reyes muertos, fue transferida a los héroes de la actualidad, artistas, filósofos y políticos. Si el rey ha muerto, ¡viva el rey! ¡larga vida! Un músico importante no muere nunca, sigue vivo en los «soundclouds» o en las próximas tecnologías que aparezcan. !Lennon, vive! !Frida, vive! Un pensador no se acaba mientras sus ideas sigan en debate. Existen personajes en el mundo que llegan para marcar la historia, el resto venimos para amarlos, detestarlos o ignorarlos.
No es coincidencia que Lula elija para poco antes de entregarse una frase del Che Guevara, justamente uno de los personajes de la izquierda que más despierta pasiones y odios hasta hoy. Latino como él, carismático, orador como él mismo, fotogénico, y un ser humano normal, con virtudes y defectos. «Los poderosos pueden matar una, dos o tres rosas, pero jamás detendrán la llegada de la primavera», arenga Lula parafraseando al Che, el ídolo de la izquierda que estampa por el continente camisetas, calcomanías y tatuajes, más de cincuenta años después de su muerte.
Y sigue: «No soy un ser humano, soy una idea», para ponerle los pelos de punta a sus incondicionales y a quienes, pese a discordar de muchos de sus actos, conocen un poco más a fondo la compleja historia brasileña. Lula es un personaje eminentemente brasileño, no podría ser de otro lugar, no es Perón, no es Che, no es Chávez, no es Mujica, no será más Mandela, es Lula.
Un pensador forjado en las injusticias de la sociedad brasileña, Lula conoce mejor que ningún otro político de su generación al pueblo al que le habla, así como sabe -y calcula- lo que hace, y tiene plena consciencia de su dimensión. Es un maestro de la comunicación y tiene el talento para ejecutar en milímetros su entrega a la policía cargada de frases memorables, de símbolos e imágenes que quedarán en la historia.
«Más que cualquier otro político brasileño, Lula siempre le dio importancia a los símbolos, y supo trabajar con ellos. Tres se volvieron permanentes: el sindicato, su trayectoria de vida en el sertón (veredas) al Planalto y las caravanas», escribe en Folha de São Paulo, Ricardo Kotscho, uno de los reporteros más importantes de Brasil, exasesor de prensa de Lula hasta su primer año de gobierno, y una de las personas que mejor lo conocen como ser humano.
«No podemos olvidar que Brasil tiene una tradición sebastianista«, me recuerda una amiga profesora universitaria sobre cómo tratar de entender este fenómeno brasileño y la conmoción provocada por un señor septuagenario después de ser condenado por dos tribunales a doce años de prisión, con casi una decena de otros procesos a camino, por corrupción, lavado de dinero y desvío de fondos.
El sebastianismo es un movimiento portugués que se enraizó fuertemente en Brasil, especialmente en el pobre y desértico nordeste, un mito que nace en el siglo XVI con la desaparición del joven rey Don Sebastián en las arenas de Marruecos. La historia heredada durante la colonia, se volvió parte de un discurso simbólico en Brasil, reforzado por los sermones del Padre Antonio Vieira, volviéndose un patrón intelectual y filosófico de la cultura luso-brasileña, que caló muy fuerte en la cultura nordestina, la misma en la que nace y crece este metalúrgico. Lula usa mejor que nadie en la política ese imaginario poético, influencia marcante impregnada en la literatura, el cine y las artes plásticas brasileñas.
Cuando vi a Lula vestido de azul marino en el camión del sindicato horas antes de entregarse, me pregunté porque usaría en un momento clave un color opuesto al rojo de la bandera de su partido que tanto le gusta ostentar. Lo entendí cuando lo vi destacándose sobre los hombros de sus militantes vestidos de rojo y naranja que le extendían la mano para acercársele, para tratar de tocarlo como si fuese una estrella pop, como raramente vemos a los políticos en estos tiempos de decepción.
La foto que marcará esta historia, recuerda los años 70 de Lula héroe en medio de operarios metalúrgicos, o el político en su auge en caravanas por el país. Fue hecha por Francisco Proner Ramos, un joven fotógrafo de 18 años fascinado por Lula, así como muchos de su generación que salen de las escuelas para entrar a las universidades, una perspectiva que no existiría para muchos antes de su gobierno. La llegada de pobres y negros a las universidades, a propósito, es uno de los logros sociales que explican por qué dejó el gobierno en 2011 con más del 80% de popularidad.
Lula se equivocó mucho, va preso por crímenes graves, y es inmolado por es en un sistema de corrupción, o un «mecanismo» como dice Netflix, en que están envueltos una elite de empresarios y políticos brasileños, centenas de ellos, congresistas, ministros, y hasta el actual presidente, Michel Temer, la mayoría protegidos por un foro que él perdió con el cargo. La corrupción brasileña no se acaba con él.
El caso del tríplex en la playa es la acusación más débil entre las que aparecerán más adelante, la que tiene pruebas más frágiles, basadas en delaciones de presos. Lula y su familia no pasaron un único día feliz en ese lugar que lo ha sacado de una disputa electoral en la que es favorito. La agilidad con la que ha sido condenado en ese caso, tres veces más rápido que lo normal, ha alimentado las teorías de su militancia de que ha sido preso para impedir que llegue por tercera vez a la presidencia.
Ahora el líder más interesante de la izquierda sudamericana está preso y fuera de la elección de octubre, pero es imposible imaginar que no seguirá siendo un actor incluso en ausencia. Saber cuál será el rumbo de esa elección sin el principal protagonista de las últimas tres décadas es más que un ejercicio de futurología, en un panorama en que el segundo líder es un polémico militar de ultraderecha, probablemente sin aliento para la recta final, el resto de los nombres se pulverizan con menos de dos dígitos y los petistas que restan son poco conocidos. La mayoría de las apuestas por ahora son por un «outsider» o por alguien a quien los electores de Lula le transfieran sus votos, no necesariamente un petista.
El expresidente que «elegía postes» fue encerrado en una celda en Curitiba con un 36% de las intenciones de voto que irán a algún lugar, nos guste o no, pues como él mismo dice, ahora «es una idea» y las ideas ni se mueren ni se encierran.