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Discurso de Gabriel Boric
Por Jorge ELÍAS @JorgeEliasInter | @Elinterin
Finalmente, el gobierno de Daniel Ortega y de su mujer, la vicepresidenta Rosario Murillo, consumó la farsa electoral en Nicaragua. Una victoria sin atenuantes ni adversarios. No porque no hubiera candidatos opositores, sino porque la mayoría terminó presa e inhibida antes de las presidenciales con el pretexto de “realizar actos que menoscaban la independencia, la soberanía y la autodeterminación”. Argucia hecha ley por la Asamblea Nacional a finales de 2020, de modo de aceitarle el terreno a Ortega para su quinto mandato, el cuarto consecutivo. La oposición quedó bloqueada como en las anteriores, las de 2016. Entonces, por la Corte Suprema.
Esta vez, el mejor discípulo de la dinastía Somoza, a la cual derrocó al frente de la Revolución Sandinista de 1979, apeló a otro poder, el Legislativo. En la norma de título pomposo y apenas dos artículos, Ley de Defensa de los Derechos del Pueblo a la Independencia, Soberanía y Autodeterminación para la Paz, estampó su firma la diputada Loria Dixon Brautigam, primera secretaria de la Asamblea Nacional. Una excusa para iniciar la razzia de opositores, el 2 de junio de 2021, con el arresto domiciliario de una de las precandidatas más populares, Cristiana Chamorro, de Ciudadanos por la Libertad (CXL).
Su madre, Violeta Chamorro, derrotó a Ortega en 1990 y gobernó el país hasta 1997. La farsa de Ortega, antes con la venia del Poder Judicial, ahora con la del Poder Legislativo, tuvo un tinte de venganza. Continuó con otros dos precandidatos, Félix Maradiaga y Juan Sebastián Chamorro, hermano menor de Cristiana, y una decena más. Los cargos fueron desde lavado de dinero hasta traición a la patria e incitación a la injerencia extranjera. De Estados Unidos, of course, el pretexto favorito de otra autocracia regional, Venezuela, y de la dictadura cubana.
En total, 37 políticos detenidos. Entre ellos, siete precandidatos presidenciales. La Corte Interamericana de Derechos Humanos ordenó en vano en tres ocasiones la liberación de 14 presos impedidos de participar de las elecciones a un régimen que, a contramano de sus principios fundacionales, viola los derechos humanos y menoscaba los políticos. Otro de los damnificados resultó ser el periodista Miguel Mora, fundador, propietario y exdirector del canal de televisión 100% Noticias, clausurado temporalmente por el régimen. Lo habían detenido por primera vez en las marchas antigubernamentales de 2018, reprimidas en forma alevosa. Hubo 328 muertos, miles de heridos; cientos de detenidos y torturados, y más de 100.000 exiliados.
La estigmatización y el amedrentamiento contaron con la venia de un puñado de gobiernos latinoamericanos que miraron al costado. Entre ellos, los de Argentina, México y Bolivia. En Nicaragua, un país en ruinas, aislado del mundo, dominado por el descontento popular y los bajísimos porcentajes de inmunización frente a la pandemia, campea a sus anchas el zancudismo. Término acuñado en la década del treinta, durante la dictadura del primero de los tres Somoza, Anastasio. Refería a la palabra zancudo, cual sinónimo de mosquito.
Se trata, según le explicó a la cadena BBC el sociólogo e historiador nicaragüense Oscar René Vargas, de «prestarse al juego político de un régimen para obtener prebendas y beneficios». Una forma de chuparle la sangre al poder de turno a merced de la ciudadanía. En especial, de los empleados públicos, bajo amenaza de ser acusados de enemigos y de perder el trabajo, como ocurría durante el yugo de las dictaduras militares de Argentina y de Chile, si no acataban las órdenes de sus superiores.
Una obscenidad, en el caso de Argentina, otrora ejemplo y modelo del respeto a los derechos humanos, si mantiene su postura abstencionista en la OEA, degradada por la figura no grata para los regímenes autócratas de su secretario general, Luis Almagro, a cambio de un favor, el de Nicaragua, para presidir el Consejo de Derechos Humanos de la ONU en 2022. Da pena si, como en los tiempos de la regaladera del difunto Hugo Chávez, el precio de la contradicción es un voto en un organismo multilateral.
La farsa electoral de Nicaragua ha sido denunciada por la Unión Europea, Estados Unidos, Canadá, Suiza, el Reino Unido y Costa Rica, dispuestos a aplicarles sanciones a parientes y allegados de Ortega. Otra estupidez, como el ineficaz embargo contra Cuba o las amenazas contra Nicolás Maduro y sus secuaces mientras los pueblos sufren las consecuencias de esos regímenes. Joe Biden, en horas bajas dentro su país y en las filas de su propio partido, tildo las elecciones de pantomima.
El zancudismo le permitió salir airoso al segundo Somoza, Luis, en 1957, tras la muerte de su padre. Los empleados públicos de Nicaragua llevaban ahora las de perder si no enviaban la foto de la boleta marcada con el voto al ganador, Ortega, vía WhatsApp, a los compañeros sandinistas. Policías electorales, en realidad. Un ritual político, el zancudismo, replicado en forma descarada por Ortega y cuestionado por Amnistía Internacional y otras organizaciones que, según sopla el viento, son progresistas de izquierda o rancias de derecha a los ojos de propagandistas de otras latitudes con chapas de periodistas, comunicadores y afines.