lunes, 5 de agosto de 2013
Un plato de shambar: dos sorpresas en la cocina trujillana
shambar

Plato de shambar

Ignacio-Medina_ESTIMA20110531_0016_10Por Ignacio MEDINA

Encontré el shambar un lunes de marzo sin buscarlo, en el comedor serio y formal del viejo caserón que aloja el Club Central, a dos carreras de la Plaza de Armas de Trujillo. De hecho, lo que me llevó hasta allí fue la invitación de un nuevo amigo –ahora casi tan viejo como yo, Dragui Nestorovic, y la curiosidad por conocer un club privado del que había escuchado por los mentideros de la ciudad. Oí decir que su atractivo estaba, precisamente, en lo poco que se parecía al Club Nacional, y sentí una comezón inmediata que no paró hasta lograr sentarme en uno de sus comedores.

Breve inciso. El Club Nacional me parece un emblema de lo que está sucediendo con la cocina peruana. Hace siete años, cada vez que se hablaba de cocina en determinados ambientes  todo acababa siempre en la misma recomendación: “debes conocer el Club Nacional”. Me llevaron y no se comía nada mal, pero las salas del Club Nacional contaban historias muy diferentes a las que se deben tejer en torno al discurso culinario.

Hace años que no escucho el nombre del Club Nacional; todo un síntoma del estado de salud de la cocina peruana. De vuelta a Trujillo, llegamos a las salas y los patios del Club Central rastreando el aroma de un puchero de  shambar. Estamos a lunes y en el comedor austero del Club Central se come shambar, como en medio Trujillo. Es un guiso consistente y amable con el regusto de la cocina antigua: trigo, frejol, haba seca, alverja seca, un poco de piel de cerdo sancochada, un aderezo de hierbabuena picada y como complemento crujiente, canchita y chicharrón troceado chico.

Un solo plato es suficiente para que las emociones bailen en la boca. De pronto me veo trasladado muy lejos de La Libertad, hasta los últimos guisos de trigo que sobreviven en algunas cocinas regionales españolas y conocí hace tiempo en los comedores populares de Almería, al final del Mediterráneo andaluz, y caigo en que el shambar es uno de esos guisos que encarnan el encuentro del nuevo y el viejo mundo: trigo, chancho, hierbabuena, alverja y haba del viejo mundo, frejol y cancha del nuevo.

También me gusta el shambar por lo que representa. Es un guiso de lunes; uno de esos platos que en algunas cocinas suelen alumbrar el primer día de la semana. Preparaciones en las que basta dejar el puchero al calor de una llama tranquila, sin más atención que el paso del tiempo, mientras se da la vuelta a la casa tras la conmoción del sábado y el domingo. Es un guiso que habla de una forma diferente de administrar el tiempo en la cocina, de los pucheros arrimados al rescoldo del fuego, de los sabores del recetario familiar…

King-kong

King-Kong

En el mundo de la cocina las sorpresas nunca llegan solas. Al encuentro con el shambar le sucede un nuevo hallazgo: un King Kong como nunca hubiera imaginado que pudiera llegar a ser este dulce que pensé exclusivo de Lambayeque. Mi nuevo, llamativo y sorprendente King Kong es trujillano y ha nacido en el obrador de la Dulcería

Primavera, en Santa Inés, nada lejos de la Plaza de Armas. La caja pulcra y cuidada resguarda un dulce de producción reducida y de naturaleza impresionante.

Cambia la contundencia de las elaboraciones tradicionales de Lambayeque por la suavidad y la concluyente presencia de la galleta por un alfajor ligero, casi liviano, delicado, tierno, con las capas más finas, jugoso, gustoso y embriagador. Una obra de arte en sí misma. Una alternativa sofisticada y elegante al mismo dulce de siempre.