viernes, 20 de diciembre de 2013
Chile y el resto, cuestión de formas y de fondo

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Por Carmen DE CARLOS, para SudAméricahoy (SAH)

Chile tiene nueva presidenta. La misma que se fue volvió. La noticia, por anunciada, perdió el último domingo la dosis de suspense que se espera de unas elecciones. Michel Bachellet ganó (62%), Evelyn Matthei (37%) perdió, el recuento y el proceso electoral fueron escrupulosos y las formas de vencedores y vencidos, ejemplares.

La candidata oficialista, Matthei, no perdió el tiempo para reconocer la derrota. Tampoco para felicitar por teléfono primero y hacerlo en persona, minutos más tarde, a la ganadora. El presidente, Sebastián Piñera, actuó de similar manera. No se hizo el remolón y en un abrir y cerrar de ojos se puso al habla con su antecesora y sucesora en el Palacio de la Moneda. La televisión ofreció cada escena en directo y ésta última, con “la pantalla partida”. A un lado Bachelet, al otro Piñera.

Los diálogos no tuvieron desperdicio. En todas las ocasiones primó el respeto, la cordialidad y la expresión de los mejores deseos recíprocos. La secuencia, para los chilenos, que sufrieron 17 años de dictadura (hasta 1990), forma parte de la normalidad democrática. En los países vecinos de este continente cuesta trabajo imaginar una sucesión de hechos similares. En los tres que limitan con Chile, –Bolivia, Perú y Argentina-, el esfuerzo es similar.

La Bolivia que preside Evo Morales no facilita un juego institucional entre la oposición y el Gobierno de modo que cada cual desempeñe su función sin mayores diferencias que las expresadas desde posiciones ideológicas distintas. El rencor acumulado durante décadas entre el MAS (Movimiento al Socialismo) y las otras fuerzas que mantuvieron a los grupos indígenas en la marginalidad, no está superado. La actual Constitución de Bolivia y el modo en que se redactó –recordar los muertos de Sucre y las revueltas- es buena prueba de ello. Letra y espíritu de la Ley aparte, las sucesivas reelecciones de Morales (en el poder desde el 2006), no arrojaron antes, durante y después de los comicios, imágenes, ni de lejos, parecidas a las vistas en Chile. La política, en buena medida, es un arte que en Bolivia se ejercita con el hacha de guerra desenterrada.

En Perú no se puede decir lo mismo. Ollanta Humala, la versión andina de lo que fue Luiz Inacio Lula Da Silva a Brasil, llegó a la Presidencia después de superar un pensamiento “etnocacerista” que defendía la superioridad de la raza cobriza. El terror que generaba el ex militar en el poder era similar al que despertaba Lula en las elecciones consecutivas que perdió antes de aterrizar en Planalto. Al brasileño, durante años, se le vio –y en parte lo era- como el revolucionario que pretendía colocar el espejo de Cuba en Brasil. Los años, la madurez y la globalización le llevaron por otros senderos de los que jamás se apartará. Dicho esto, su relación con Fernando Henrique Cardoso está y estuvo más cerca de una estrecha amistad que de la rivalidad política que les separó en tiempos electorales.

Humala ha dado muestras de no ser el que fue y Perú, con todos sus tropiezos y su historia reciente (Fujimori/Montesinos) además de ser terreno fértil para inversiones y crecimiento sostenido, es respetuoso de la institucionalidad y mantiene las formas del juego democrático sin mayores sobresaltos.

El caso de Argentina es capítulo aparte. La Presidenta, Cristina Fernández, profundizó la brecha abierta por su difunto marido con el resto de los partidos políticos. La jefa del Estado entiende a la oposición como el enemigo. El diálogo con otras fuerzas y el consenso quedan fuera –salvo excepción- de su hoja de ruta. La desconfianza y el desprecio, por los que no piensan como ella, están presentes en sus múltiples intervenciones públicas. La tentación de avasallar el Estado de Derecho con cíclicas avanzadas al Poder Judicial resulta preocupante.

El kirchnerismo, en esta década, ha ejercido el poder en términos absolutos y restringidos. En una de las entrevistas realizadas para relanzar su imagen en la televisión pública, Cristina Fernández reconoció que sólo confía en sus hijos y estos, apenas son dos y carentes de formación universitaria. Los ministros, los suyos, son piezas de un tablero con escasa capacidad de movimiento y permanente ausencia de información y comunicación entre los diferentes departamentos.

La elección de Néstor Kirchner (2003) y las sucesivas de su viuda (2007 y 2011) arrojaron imágenes construidas sobre ellos mismos. El resto no estaba o no importaba y, durante sus mandatos, si aparecía alguno servía para la burla (recordar a Kirchner tocarse un testículo para evitar la supuesta mala suerte que desprendía Carlos Menem).

Sólo el traspaso de mando, entre marido y mujer, permitió trasmitir al mundo la sensación de que la normalidad democrática reinaba en Argentina pero lo cierto era que todo quedaba en casa. En la suya, la del matrimonio. Sí, algo diferente a Chile.