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Discurso de Gabriel Boric
Por Susana REINOSO, para SudAméricaHoy
Por esos azares de los que está hecho el destino, Svetlana Alexievich acaba de ganar del Premio Nobel de Literatura, que otorga la Academia Sueca, exactamente nueve años después del asesinato de su colega ruso-norteamericana Anna Stepánovna Politkóvskaya, una periodista tan valiente y comprometida como Alexievich que murió en el ejercicio del periodismo.
Dotado con un millón de dólares y trascendencia mundial, el Nobel de Literatura tiene siempre un componente políticamente correcto. Una dosis suficiente como para que, apenas conocido el nombre de la ganadora, todos los medios, agencias y portales digitales del mundo se lanzaran a rescatar que por primera vez los académicos premiaron a “la crónica periodística”, convirtiéndola en un género literario. Lo que en sí tiene sus pro y sus contra. Como se sabe, a la literatura le alcanza con ser verosímil. Pero el periodismo tiene que ser veraz y buscar, contra viento y marea, la verdad.
Sin embargo, para los hispanohablantes que no conocen su obra y que apenas disponen hoy en español su libro “Voces de Chernobyl” en formato digital, tendrán suficiente con leer fragmentos de este libro que la coloca entre los grandes cronistas del mundo contemporáneo, una maestra de la crónica y la voz de los silenciados. Una suerte de Ryszard Kapuscinski, de quien hoy algunos medios sostenían que hubiera sido Nobel de Literatura en 2007 si no se hubiera muerto aquel 23 de enero en Varsovia.
Apenas se conoció la noticia de su Nobel, aplaudida por los reporteros que cubren cada año la novedad en Estocolmo, el nombre de Alexievich comenzó a ser vinculado con títulos como “maestra del reportaje literario”, “la periodista que narra con crudeza el fracaso de la utopía soviética”, “escritora a caballo entre la narrativa y el periodismo”, “cronista de las historias silenciadas”. Sin embargo a ella le interesa, como señala en su sitio web, la realidad, por la que siempre se sintió hipnotizada en su necesidad de comprenderla: «He buscado un género que me permitiera aproximarme a lo que veo y escucho en el mundo. Finalmente elegí el género de las voces humanas actuales y sus confesiones. Hoy, cuando el hombre y el mundo se han vuelto tan multifacéticos, cuando sabemos qué misterioso e inasible es el hombre, la historia de una vida o la evidencia documental de esa vida, es lo que más nos aproxima a la realidad».
Tanto es así que en sus cinco libros, que se sitúan en gran medida en la ex Unión Soviética y en el siglo XX, Alexievich se transforma en una antropóloga o una arqueóloga que bucea en los acontecimientos más traumáticos que han marcado a la sociedad soviética, en la que nació en 1948 en Ucrania. De padre bielorruso y madre ucraniana, Alexievich emigró de niña a la vecina Bielorrusia.
Comprometida con el aspecto social de las vidas que sus libros reflejan, la polifonía de sus trabajos también tiene por objeto ahondar en lo que cuenta. Por eso los medios hablaron de que la novela de Alexievich es “colectiva”, dada la mixtura de testimonios e historias que llegan al meollo de muchas tragedias desde la perspectiva de los hombres: «Vivimos entre verdugos y víctimas. Los verdugos son difíciles de encontrar. Las víctimas son nuestra sociedad, y son muy numerosas«. Así define a los protagonistas de sus libros la escritora premiada.
La catástrofe de Chernobyl, las mujeres y la Segunda Guerra Mundial, la desintegración de la URSS, los soldados que volvieron de la guerra en Afganistán, cuya salida dio paso al movimiento talibán, son acontecimientos cuyas consecuencias brutales Alexievich investiga en profundidad, lo que la ha convertido en una reportera reconocida por su valor. Y esto premió la Academia en su obra. Así lo expresó la secretaria Sara Danius al dar a conocer el fallo de los académicos: “Porque su obra polifónica es un monumento al coraje y al sufrimiento humano”.
Alexievich brindó primero una rueda de prensa pequeña en su departamento de Minsk y luego una ampliada en el PEN Club de la capital bielorrusa tuvo un recuerdo para Boris Pasternak, el padre de “Doctor Zhivago”, quien fue presionado para rechazar el Nobel en 1958, cuando Svetlana Alexievich tenía 10 años- “Es todo inesperado e inquietante”, dijo con una amplia sonrisa hoy.
Alexievich ya se había ganado el derecho a una traducción al español, aunque en formato digital, el año pasado al figurar en la lista de favoritos. Se trató de “Voces de Chernobyl” el libro que hoy puede conseguir en las plataformas de la web. De inmediato el conglomerado editorial Penguin Random House Mondadori anunció que en noviembre publicará esa obra en papel, además de haber comprado ya los derechos para publicar en español “La guerra no tiene rostro de mujer”, “Los chicos de latón” y “Los últimos testigos”, entre este año y 2017.
En diálogo con sus colegas periodistas, dijo que respetaba «el mundo de la literatura rusa, pero no el mundo ruso de Stalin y Putin” y que rechazaba que el 85% de los rusos quieran matar ucranianos.
Alexievich figuraba al tope de las apuestas de Ladbrokes, la casa que cada año en el Reino Unido propone un listado de favoritos con chance. Esta vez hubo dos filtraciones curiosas: por un lado la ex editora de Cultura de un diario sueco anticipó el nombre de Alexievich como posible ganadora, y una cuenta de Twitter se anticipó en diez minutos también. En declaraciones a la edición digital del periódico sueco Svenska Dagbladet, la periodista bielorrusa se mostró convencida de que el galardón contribuirá a mejorar su situación. «Ya no será tan fácil a los poderosos en Bielorrusia y Rusia rechazarme con un gesto con la mano», afirmó a ese diario.
Su primer libro en 1983 fue “La guerra no tiene rostro de mujer”, donde cuenta el costo que tuvo para los rusos su triunfo sobre el nazismo durante la Segunda Guerra Mundial. En 1997 documentó en “Voces de Chernobyl” los testimonios sobre las consecuencias en la gente de esa catástrofe de proporciones inimaginables. En 1989 con “Los chicos de latón” se metió con la guerra de Afganistán pero del lado de los veteranos y las madres de las víctimas. En su más reciente “Tiempo de segunda mano”, narra la situación de muchos rusos que no estuvieron preparados ni para la revolución de 1917, ni para la perestroika ni para la libertad posterior a la glasnot.
La voz de Alexievich no tiene ni ambages ni medias tintas: “A veces me pregunto por qué continúo descendiendo a los infiernos. Creo que lo hago para encontrarme con el ser humano”. O cuando fustiga duramente al comunismo dice: “Muchos creyeron que estaba muerto, pero es una enfermedad crónica”. Puesta a definir su trabajo alguna vez dijo, según recogieron hoy las agencias de noticias, que ella es investigadora. “Tanto yo como mis héroes hemos pasado de aquella época a otra nueva. Escribo en ruso, mi país es Bielorrusia y he vivido una simbiosis que ha afectado a muchos en este país, donde el 90% de la población habla en ruso. La identidad bielorrusa no se ha formado y está bajo gran presión de la identidad rusa. Estudio a la gente real y transmito su experiencia».
Su obra ya conoce de premios: el de la Paz de los libreros alemanes en 2013, el del Círculo de Críticos de Estados Unidos en 2005, el Kurt Tucholsky por “el coraje y la dignidiad en su escritura”, el Andrei Sinyavsky por “la nobleza en la literatura”, el ruso Triunfo, el Leipzig a la “mutua comprensión europea”, el Médicis francés, el National Book Critics Circle Prize de Nueva York y, el más reciente antes del Nobel de Literatura, que fue su designación como Oficial de las Artes y las Letras de Francia.
Un fragmento desgarrador de una de las víctimas de “Voces de Chernobyl” nos permite acercarnos a esta voz fundamental de nuestro tiempo, gracias a quien hoy la crónica periodística ha entrado por la puerta grande a la Academia Sueca de la mano del Nobel de Literatura: “Un día me voy… Regreso y sobre la mesa tiene una naranja… Grande, no amarilla, sino rosada. Él sonríe: “Me la han regalado. Quédatela.” Pero la enfermera me hace señas a través de la cortina que la naranja no se puede comer. En cuanto algo se queda junto él un tiempo, no es que no se lo pueda comer, sino que hasta tocarlo da miedo. “Va, cómetela –me pide–. Si a ti te gustan las naranjas”. Tomo la naranja en una mano. Y él entretanto cierra los ojos y se queda dormido. Todo el rato le ponían inyecciones para que durmiera. Narcóticos. La enfermera que me mira horrorizada, como diciendo… ¿Qué será de mí? Yo estaba dispuesta a hacer lo que fuera para que él no pensara en la muerte… Ni sobre que su enfermedad es horrible, ni que yo le tengo miedo… Un fragmento de una conversación… Lo guardo en la memoria… Alguien intenta convencerme: “No debe usted olvidar que lo que tiene delante ya no es su marido, un ser querido, sino un elemento radiactivo con un gran poder de contaminación. No sea usted suicida. Recobre la sensatez.”