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Discurso de Gabriel Boric
Sapucai. Chema OROZCO
La leprosería de Santa Isabel, la única de Paraguay, acoge a un centenar de afectados por el estigma de la lepra, muchos de ellos ancianos que han pasado la mayor parte de su vida en la colonia, donde fueron internados a la fuerza tras ser rechazados por la sociedad.
Se trata de hombres y mujeres ya curados, pero que han llegado al ocaso de su existencia en el leprocomio, levantado en 1932 en una recóndita área de bosque del pueblo de Sapucai, a unos 100 kilómetros de Asunción.
Son víctimas de una época en que imperaba, además de la inhumana política de internamientos forzosos, un tratamiento tardío y deficiente de la enfermedad.
Ello les ha dejado secuelas físicas que, junto a su avanzada edad y al distanciamiento de sus familias, les impidió abandonar la colonia desde que se abolió el aislamiento obligatorio, en 1958.
Uno de ellos es Damián Dávalos, quien fue conducido a la colonia en 1952, con once años, en compañía de su madre, desde la localidad de Itapuá, al suroeste de Paraguay. «Fue mi madre la que me contagió lo que entonces se llamaba el mal de San Lázaro. Recuerdo que vino a casa el comisario y le dijo que teníamos una enfermedad muy fea y que debíamos ir a Sapucai», dijo Davalos. Viajaron en un tren hasta Sapucai, entonces un importante nudo ferroviario, en un vagón de carga, como se hacía con los leprosos, que en ocasiones se marcaba en rojo como señal de alerta. «Un policía vino con nosotros para asegurarse de que llegáramos a Sapucai. Me acuerdo que yo quería ir allí por la ilusión de montar en tren», cuenta Dávalos.
Blanca Galeano, que, con 92 años, es la pobladora más antigua de Santa Isabel, llegó en una carreta de bueyes desde la villa de Bernardino Caballero, a trece kilómetros. Iba con su madre -también enferma- y su padre y hermana, quienes pese a no padecer el mal de Hansen eligieron vivir con ellos en Santa Isabel. «Tenía 19 años. Era el Viernes Santo de 1941. La policía nos había echado de nuestra casa y luego la prendió fuego», recuerda con lúcida memoria. Por esas fechas había unos 400 leprosos en la colonia, que ya había comenzado a mejorar sus servicios, después de que el Gobierno cediera su administración a un grupo de sacerdotes franciscanos.
Se construyeron pabellones y pequeñas casas para albergar a leprosos que se casaron entre ellos, como fue el caso de Dávalos y su esposa, así como Galeano, que es viuda.
Pero faltaba un servicio básico de medicinas y de terapia contra la infección. En Santa Isabel se las arreglaban con el aceite de chaulmugra, un remedio natural utilizado en la India, el país con más lepra del mundo, según la OMS, hasta la década de los cincuenta, con la entrada en Paraguay del sulfoma.
En los ochenta, la colonia comenzó a trabajar en coordinación con el Hospital Menonita, a unos 36 kilómetros de Sapucai, uno de los centros de atención al leproso más prestigiosos de Paraguay. «Yo no tuve tratamiento hasta 1984, cuando tenía 44 años, había perdido los párpados, se me habían agarrotado los dedos de las manos y lo que eran manchas se convirtieron en llagas», explicó Dávalos. Hoy las cosas han cambiado y el lazareto de Santa Isabel, financiado por el Estado y donaciones privadas y administrado por cuatro monjas vicentinas, se muestra como algo fuera de lugar.
«Ahora en Paraguay los leprosos reciben tratamiento gratuito de poliquimioterapia y la mayoría vive en domicilios particulares», dijo Victoria Alvarenda, directora del Departamento de Lepra del Ministerio de Salud. Sin embargo, las cifras de infectados por la bacteria Mycobacterium leprae se mantienen en Paraguay, donde desde hace una década se registra una media anual de 450 nuevos casos, según Alvarenda.
Además, el rechazo social a los leprosos sigue vigente, por lo que Santa Isabel aparece como refugio de los más excluidos.
A Julia Bogarín se le diagnosticó hace 30 años la lepra y se trató y curó en el Hospital Menonita sin comunicarlo a su pareja e hijos, ni a la familia para la que trabajaba como empleada doméstica en la ciudad de Luque. «Cuando se enteraron me despidieron y mi marido e hijos me repudiaron, aunque ya no era portadora de la lepra», cuenta Bogarín, de 59 años. Desde hace tres años vive en Santa Isabel, postrada en una cama a causa de un accidente de columna y sin recibir visitas de sus hijos y nietos.
«Este es el mejor lugar para nosotros. Soy feliz porque he recibido aquí lo que nunca tuve: amor y cariño», asegura Bogarín. (Efe)
VIDEO DE SANTA ISABEL (Efe)