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Discurso de Gabriel Boric
Por Adolfo ATHOS AGUIAR, para SudAméricaHoy
Resulta por lo menos llamativo que una «marcha de silencio» deba ser convocada por fiscales de la Nación. Las marchas de silencio -un exitoso mecanismo internacional de protesta no violenta– corresponden en nuestro país a las víctimas de privación de Justicia.
Los jueces y fiscales son destinatarios naturales de esa clase de mensaje. Es a ellos a quienes la ley encarga defender la legalidad y los intereses generales de la sociedad, representar y defender el interés público, combatir la privación de justicia, y velar por el efectivo cumplimiento del debido proceso legal.
Los antecedentes más notorios (las marchas por los crímenes de María Soledad Morales y Axel Blumberg) se definen por diferencias y puntos comunes. En Catamarca, los súbditos más pasivos de una sociedad feudalizada se rebelaron contra una práctica habitual del poder. En Blumberg, la pequeña burguesía metropolitana advirtió la fragilidad de sus sensaciones relativas de protección y su confianza en sus mecanismos de seguridad. En ambos casos produjeron efectos por la continuidad en el tiempo y la perseverancia de los convocantes.
Es poco probable que los funcionarios judiciales de la Nación hayan caído repentinamente en la ausencia de fundamentos de su conciencia de clase, similar a la que puedan haber sentido las familias de Morales, Blumberg u otros centenares, o que se reclamen a sí mismos con una marcha de protesta. Un simple homenaje tampoco necesitaría una convocatoria masiva prevista con mucha anterioridad. Como no está destinada a repetirse o canalizarse por otras vías, la protesta como tal no tendría más efecto que una catarsis episódica, como han sido los eventos sin costo de los cacerolazos.
Al gobierno le genera temor una movilización que le quitara definitivamente el mito «del manejo de la calle». Es consciente de que los fiscales cuentan con el hartazgo de muchas buenas conciencias que los habrán de acompañar.
Los magistrados y funcionarios judiciales componen un grupo segmentado, reducido y compacto, que les requiere extremas habilidades sociales y una lúcida conciencia de sus mecanismos de poder. Por el simple hecho de haber arribado a las posiciones y funciones que detentan, cada uno de ellos demuestra ser un habilidoso operador de escalamiento y posicionamiento social en un grupo cerrado, competitivo y complejo.
Aunque la muerte violenta de uno pueda haberlos conmovido, es improbable que los haya hecho víctimas de una súbita sensación de desclasamiento, que los lleve a realizar una protesta pública y ostensible, apoyados en una gran masa social.
Han sido los primeros en percibir que el sistema ha perdido todos sus mecanismos de autogobierno y regulación de conflictos, y al exponer toda la trabazón de su sistema en un movimiento de protesta social responden a un fundamento racional.
Desde el advenimiento de la democracia, el aparato judicial argentino ha sido tutelado por un sistema de consensos negociados por fuera de los mecanismos formales de gobierno. Para poder renovar los cargos judiciales viciados por el previo gobierno militar y sin contar con el número suficiente de senadores, el presidente Raúl Alfonsín convalidó un mecanismo de repartos que requería de intermediarios próximos a los grupos de poder. Se formó un club de operadores que arbitraba las designaciones, los padrinazgos y las decisiones operativas.
Salvo unas pocas modificaciones vegetativas, el elenco de operadores judiciales fue constante durante el alfonsinismo, el menemismo, el delaruismo, el duhaldismo y el krichnerismo. La gestión de Hugo Anzorreguy en la siempre estable Secretaría de Inteligencia del Estado (SIDE) perfeccionó los vínculos de control judicial previstos por el sociólogo K. W. Mills, expandiendo y consolidando los ritos, códigos y principios de la «Casa».
Llegó a constituir un auténtico micro sistema dinástico y un verdadero eje de control que resultó particularmente útil al modelo judicial de la década ganada. Se mantuvo intacto pese al desbalance entre el gobierno y una desvaída oposición, hasta que una única falla de ese control provocó la eyección del Procurador General Righi (estrechamente vinculado a Anzorreguy), y el inicio de una lenta avalancha. Omar Lavieri detectó pocos meses más tarde evidentes tensiones con la irrupción de nuevos operadores judiciales.
La perduración y concentración excesiva de personalismos (en la corte y en el Poder Ejecutivo) le había restado flexibilidad y eficiencia al grupo mediador. La ambición devenida en torpeza expandió el mismo conflicto al Poder Judicial, al Ministerio Público y a la ex SIDE.
En una pelea donde no hay buenos, esta convocatoria está legitimada por el fanatismo virulento de algunos integrantes de “Justicia Legítima”. Éstos han transformado las legítimas aspiraciones de funcionarios de carrera y las mejores propuestas de la genuina doctrina crítica argentina en un griterío insoportable y en proyectos irracionales, logrando la hazaña de hacer más tolerable a una retrógrada burocracia judicial.
Ante la repetición de pasos en falso del cristinismo, la inutilidad de los mecanismos de gobierno judicial, y la imposibilidad de dirimir los conflictos internos, la inmolación de Nisman ha dado a sus colegas una oportunidad extraordinaria, que impulsarán con una marcha, aunque deberán tolerar la presencia parasitaria de una oposición fantasmagórica.
Fiscales que convocan a la marcha y políticos de la oposición
El sistema tradicional no ha podido manejar su propia decadencia y el proyecto “democratizador” implosiona por su propia inconsistencia. Una crisis catastrófica está fulminando el sistema dinástico de la Justicia Nacional y Federal.
Los fiscales buscan posicionarse tácticamente para aprovechar la contingencia. Tienen mejor cintura, cabeza más fría y definitivamente más coraje que los jueces, y pueden hacerle un servicio a la comunidad. Si desplazan de esta compulsa a los otros dos bandos, quizás obtengan una victoria que necesita la sociedad, y se necesiten menos marchas del silencio.