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Discurso de Gabriel Boric
Por Adolfo ATHOS AGUIAR para SudAméricaHoy
En España se propicia un debate esperanzador sobre un tránsito que conduzca el régimen de autonomías hacia un destino federal. Quienes lo sostienen son conscientes de una característica que en países que jamás se cuestionan su “carácter federal”, como el nuestro (Argentina), tendemos a olvidar:
La solución federal es necesaria, intrínseca y esencialmente dinámica. No se estabiliza jamás. Una fotografía estática pesimista del futuro del federalismo es tan irreal como una optimista. Cuando los argentinos creemos que nuestro régimen federal ha llegado a un punto de parálisis final impuesto por un proceso malévolo de centralización, olvidamos que ni siquiera un proceso así puede detenerse; y lo que no se puede detener, difícilmente se puede estabilizar. En el análisis estático pesa el vicio abogadil de analizar todo a través de las normas y de considerarlas como una realidad inflexible y autónoma. Y, en el proceso, tendemos a olvidar que también las sociedades (como la bella metáfora de Saussure) cambian como en un juego de ajedrez.
Así como el proceso autonómico español ha intentado conciliar realidades y necesidades diversas en un intento armonizador de culturas, historias y regiones diferentes, en nuestros países americanos esas soluciones de tradición y vigencia secular han sufrido ajustes y correcciones. En Argentina ha sido significativa la parálisis del ejercicio republicano y federal producida durante los golpes de estado y gobiernos autoritarios recurrentes entre 1930 y 1983, período durante el cual a las catorce provincias históricas preexistentes al pacto constitucional se le fueron sumando otras ocho (Originariamente territorios nacionales). Después, Tierra del Fuego –1990– y la “autonomización” en 1994 de la Ciudad de Buenos Aires. Algunas provincias fueron perdiendo “viabilidad” económica e institucional, tornándose extremadamente dependientes del Gobierno Central y profundizando sus asimetrías, permitiendo la consolidación de autocracias de origen casi virreinal.
La reforma constitucional de 1994 fue directamente condicionada por la percepción de los intereses de las dos mayores fuerzas políticas del momento, que condicionaron un “núcleo de coincidencias básicas” y por el espejismo de éxito económico de los años noventa.
La emergencia circunstancial producía una sensación tan fuerte en los actores, que un constitucionalista y político relevante llegó a festejar que al federalismo argentino le llegara “la declinación que la institución federal ha tenido en otras latitudes”, porque “no hay gobierno sin rentas, había proclamado Alberdi el siglo pasado, siguiendo a Hamilton”. Esta claudicación le parecía indispensable porque “la necesidad de lograr el equilibrio presupuestario, sin contar el servicio de la deuda, es un requisito primordial para mantener la lograda estabilidad monetaria que en la Argentina, después de medio siglo de inflación, se ha transformado en un valor apreciado por toda la sociedad”.
Entre esa merma a las provincias por el estado nacional y la detracción a su vez generada por la flamante autonomía que se otorgaba a los municipios, el margen de las provincias se tornó estrecho.
Hoy parece una broma que una restricción drástica al sistema federal fuera impuesta por el equilibrio presupuestario y la estabilidad monetaria, pero si por la plata baila el mono, su escasez nos lleva a replantearla.
En mayo de este año, cuando advirtieron que la cuestión financiera estaba irremisiblemente perdida, unos cuantos caciques provinciales y locales coincidieron en la necesidad «de crear y lograr un país federal con autonomía municipal», centrados en el «modo arbitrario como el Gobierno Nacional gestiona los recursos públicos» y que de “modo sistemático ha ignorado las autonomías provinciales consagradas por la Constitución Nacional al adoptar las peores prácticas discriminatorias a la hora de distribuir equitativamente los fondos de la coparticipación federal de impuestos”. Para estos caciques -algunos presidenciables- el mayor problema federal es que el gobierno nacional no reparte lo suficiente.
Si esta estrechez de miras es mala, un año antes al gobernador de Buenos Aires –también presidenciable- apenas atinó a pedir un ajuste del fondo de reparación histórica del conurbano bonaerense, una especie de propina a la claudicación, que estaba destinada a usarse discrecionalmente, pero ha perdido quince veces su valor original.
Las referencias anteriores involucran a las tres provincias de mayor importancia demográfica y económica, superior nivel educacional y gran representación parlamentaria: Buenos Aires, Córdoba y Santa Fe han sido protagonistas en la historia del federalismo y exhibían un desarrollo institucional superior al resto.
En el caso de la Provincia de Buenos Aires, el fondo del conurbano marcó la pauta de la división política de la provincia entre sus dos realidades, el interior rural y el conurbano superpoblado. En las tres provincias, sus gobernadores dieron la espalda o intentaron manipular las protestas agrarias de 2008 (Cuando los ruralistas y sus vecinos atisbaron una conciencia de clase y una identidad regional, de las que pronto se asustaron), pese a afectar sus mayores recursos productivos genuinos y a la dinámica de sus extensas regiones rurales.
En todas las demás, la ausencia de un ejercicio autonómico condujo a la demolición de las economías regionales, agotadas por políticas de intercambio, fiscales y monetarias. Genéricamente las economías provinciales han pasado a depender del arbitrio nacional en los repartos de fondos públicos. En esa disyuntiva los gobiernos provinciales nunca han defendido sus propias estructuras autónomas.
Esta somera descripción de tensiones acumuladas propone un conjunto de datos abigarrados pero verificables, un coctel de insuficiencia de fondos, descontentos regionales, ambiciones políticas, parálisis económica y desmantelamiento de las instituciones republicanas, que pronostica la inestabilidad telúrica que incidirá en el próximo “equilibrio” federal.