EL VIDEO
Discurso de Gabriel Boric
Un bosque de cuento, una playa eterna, casas propias, hoteles, cabañas y gente sin prisa que va y viene. Hablamos de Cariló, la reserva argentina de la Costa Atlántica, a unos trescientos kilómetros de Buenos Aires.
Los argentinos que huyen del bullicio y el exceso de glamour del verano de Punta del Este (Uruguay) se citan en Cariló. La gente de buen gusto y bolsillo amplio, se instala en este reducto natural donde las farolas no existen, los cables se ocultan bajo tierra y el asfalto queda fuera de su perímetro. Los vehículos ruedan sobre firme de arena, la zona está protegida frente a una invasión urbanita que altere la armonía de un pueblo que parece más una urbanización protegida por el medio ambiente (o viveversa).
El día en Cariló durante el verano austral transcurre en “ojotas” (chanqletas) y músculosa (camiseta sin tirantes). La misión es tomar el sol, pasear, bañarse en las aguas cálidas (según termómetro español) de este lado del Atlántico y vigilar que la corriente no te lleve donde no quieres ir.
Los “bañeros” o socorristas son modelo “Baywatch”. Algunos vienen de Europa cuando allí el frío es frío. Hacen el agosto (ahorran) en diciembre, enero, febrero y, si el tiempo acompaña, los primeros días de marzo. En la playa hay sitio para todos. Se mantienen las distancias. Argentina no es Venezuela donde los bañistas se juntan codo con codo aunque sobren kilométros de arena vacíos. Los hoteles tienes zonas con “reposeras” (tumbonas), sombrillas y sillas en la arena. Los vendedores ambulantes ofrecen pareos, vestidos, camisetas, bebidas… No es Brasil, está claro, pero se compra y se vende como si lo fuera.
En otro rincón, lejos de la multitud, ex ministros juegan al golf. Más adentro, Los que podrían ser sus nietos, en las dunas, se alquilan cuatriciclos, se lanzan en tablas por pendientes de arenas que recuerdan un desierto y apuntan a las dianas para tiro al arco o con escopetas de aire comprimido.
La noche es otra historia. Se va el sol y se enciende la luz de los “boliches”, restaurantes, bares y tiendas de horario flexible. La oscuridad sólo queda en los caminos, vigilados de forma constante por patrulleros y sin noticias de incidentes porque Cariló, sin duda, es pacífico y tranquilo.
El centro comercial hace las veces de plaza del pueblo pero moderno o modelo Disney, lleno de colores y fluorescentes. La memoria se pone en marcha y el recuerdo vuelve con imágenes de duendes tamaño grande, terrazas, callejuelas y rincones que no lo son… Cariló, el centro, tiene más vida de noche que de día.
Mexicano, japonés, “fast food”, parrilla de pescado o de carne, italiano, heladerías… La comida es internacional. Velas, perfumes, ropa, trajes de baño, duendes para llevar a casa, caprichos… Las compras, las tiendas, dan vueltas por ese centro comercial, a la vista de un Tío vivo (calesita) de los que giran despacio para entretener a los más chicos. Otra alternativa es irse en coche o en colectivo (autobús) a Villagesell o a Pinamar, ciudad, ciudad y pantalla anual del festival de cine pero ese, es otro viaje.
¿Y si llueve? Ahí la fortuna sonríe a los hoteles, acondicionados para un turismo selecto. Un cuatro estrellas, como en el que yo estuve, el Dock de Mar (a menos de diez minutos del centro) ofrece, sin derroches ni excesos, Spa con sauna y baño turco, gimnasio, piscina externa e interna y un trato más que cordial. Con eso, es más que suficiente para hacer las maletas y pensar cuándo podrás volver. Invierno, otoño y primavera son otras estaciones para disfrutar, con calma, sin prisas y sacudirse el estrés.