viernes, 28 de marzo de 2014
Cristina, la madre de Argentina, se ajusta a sí misma
Cristina Fernández en la residencia de Olivos. Foto Alejandro AMDA (Efe)

Cristina Fernández en la residencia de Olivos. Foto Alejandro AMDA (Efe)

sudamericahoy-columnistas-carmen-de-carlos-bioBuenos Aires. Por Carmen DE CARLOS

@CarmenDeCarlos

Cada día que pasa es uno menos para llegar al final del segundo Gobierno de Cristina Fernández de Kirchner. La guadaña democrática que siega los pies del poder tiene sus plazos establecidos. La atormentada historia conyugal de la presidenta de Argentina y sus crisis de salud desde que se quedó viuda, no han pasado desapercibidas durante su gestión. La pérdida de respaldo en las últimas elecciones legislativas y la cuenta atrás de su mandato, tampoco.

El modelo nacional y popular (nac & pop) de la denominada “década ganada” por la mujer que se declara «un poco la madre del país» y algunos ven como madrastra, empieza a formar parte del pasado. La cosecha económica del “kirchnerismo” no ha dado los frutos prometidos. No es ni fue lo mismo Néstor Presidente que Cristina presidenta.

La Argentina del 2003 salió del pozo de la depresión como mejor pudo y pudo mucho. El país mantuvo un crecimiento sostenido formidable, recuperó el entusiasmo y la autoestima de una población devastada pero fue incapaz de subirse al tren del desarrollo con visión de Estado a largo plazo. En el camino, el estilo K fue abriendo una brecha en la sociedad difícil de restañar. El odio y la pasión hacia los gobernantes conviven de mala manera en las dos Argentinas de hoy.

El tiempo, una vez más, suele poner las cosas y a las personas en su sitio. Quita y da la razón con hechos como argumentos concretos. La experiencia no es diferente en la administración de un país. La presidenta de Argentina, ahora, está haciendo lo contrario de lo que dijo y lo hace diciendo que no lo hace. El trabalenguas se ajusta al discurso laxo del peronismo de la Casa Rosada que encuentra, entre sus seguidores más entusiastas, justificaciones de lo más pintorescas a sus contradicciones.

Cristina Fernández está ejecutando el ajuste y las políticas que repudió. El Gobierno acordó con Repsol el pago de la incautación y posterior expropiación de la mayoría de las acciones de la petrolera en Ypf y dejó atrás aquellas imágenes desafiantes de la jefa del Estado, del actual ministro de Economía, Axel Kicillof y del de Planificación, Julio De Vido, sugiriendo que no pagarían un peso a los “expoliadores”. También elige olvidar la fiesta en los escaños gloriosos y nacionalistas por recuperar la joya de la corona argentina. El espectáculo parlamentario se cerró con la bajada de un telón de fondo en el hemiciclo con el rostro del difunto Néstor Kirchner y las agitadas pandillas de la Cámpora.

Aquella escena recordó una fiesta similar, en el mismo recinto, cuando Argentina se declaró en suspensión de pagos. El mundo asistió atónito a la visión festiva de un cuerpo legislativo que celebraba que no honraría sus deudas cantando el himno nacional.

La presidenta de Argentina, ahora también, está decidida a corregir eso y a sí misma. Dijo que no pagaría a los bonistas (hold outs y “fondos buitres”) ni a las empresas arrebatadas que recurrieron al Ciadi (Centro Internacional de Arreglo de Diferencias Relativas a Inversiones que depende del Banco Mundial) pero en el primero caso reabrió el canje y en el segundo compensó ya a una docena larga de firmas sin contar Repsol.

La presidenta vuelve de nuevo sobre sus pasos al llamar a la puerta del Club de París para hacer frente a sus obligaciones financieras y pagar lo que debe. Pudo haberlo hecho, a mucho menor precio, durante su década ganada. Lo decide después de haber devaluado, -en contra de sí misma-, un peso que vale pocos gramos dentro y fuera de Argentina. Quiere volver a los mercados para financiarse como lo hace la mayor parte del mundo. Por eso, agita la bandera blanca frente a un FMI que no termina de fiarse de ella.

La etapa final de este Gobierno (las elecciones son en el 2015 y no hay reelección) viene con la crónica anunciada de mayor inflación y el cóctel molotov de los convenios colectivos, los sindicatos (hay huelga general en abril) y la suspensión progresiva de subvenciones a los servicios públicos. El más reciente se traducirá en aumentos de hasta un 400 por cien en el agua en Buenos Aires y de un 280 en el precio del gas en todo el país.

La presidenta dijo que esta medida “no tiene nada que ver con un tarifazo”. No lo cree ni ella misma. Una vez más dice lo contrario de lo que piensa pero hace lo que hace: Volver a la senda que antes censuró. Ahora o nunca.