miércoles, 13 de abril de 2022
«El caos como plan de Gobierno», por Gabriel POUSA

Por Gabriela POUSA

Un país en un estado de acefalia total. Gobierno implica gestión y acá sólo hay rosca barata e internas macabras. La gente está a la deriva, acampando como autómatas en avenidas donde aquellos que necesitan circular no pueden pasar. Desde ese solo punto de vista puede decirse que no hay respeto por la Constitución Nacional, pero sería hilar muy fino porque en rigor lo que no hay es respeto por el individuo. 

El ocaso de los valores es inédito, el desdén por los principios es magnánimo. Me dicen que es el fin del caos, sin embargo, y muy lejos de pesimismos u observaciones del vaso medio lleno o medio vacío, estamos situados en un túnel donde ver la salida es apenas un autoengaño para aquellos que no se resignan. 

Estamos sobreviviendo a una Argentina que no es ni remotamente aquella que vinieron a forjar nuestros abuelos. No ha quedado nada en pie. 

Observamos una de las avenidas más importantes de la ciudad colapsada de carpas manejadas por punteros políticos donde la gente allí instalada no sabe a ciencia cierta qué está haciendo o en el peor de los casos están pidiendo dádivas, algunos dicen estar allí porque esa presencia es “su trabajo cotidiano”, es decir sin eufemismos que están rifando la dignidad y esa rifa es la única política de estado que parece inamovible en la actualidad. 

El individuo se siente expropiado de sí mismo y aspira contradictoriamente a convertirse en “todo”. Podemos suscribir sin duda al epígrafe del film “Taxi Driver” y sostener que “en cada calle hay un hombre que sueña con ser alguien. Es un hombre solo, abandonado por todos y que trata desesperadamente de probar que existe”pero en esta Argentina no existeSólo hay pulsión por la manada, creación de masas, rebaño que sea fácilmente manipulable para acarrearlo en el 2023 hacia un cuarto oscuro donde se le otorgue el subsidio al voto otra vez. 

Al argentino promedio se lo está privando de la confianza en sí mismo que es el síntoma de un Estado en que las personas no dejan de fluctuar como las cotizaciones de materias primas en la Bolsa. Un día en alza, y un día en baja: de lo único que estamos seguros es de la inestabilidad. Y en eso consiste la desgracia del has been”, del que tuvo su oportunidad y la perdió, es comprobar que se tuvo un destino y un futuro pero que ya no están. Hay generaciones enteras convertidas en paría. Ese es el mayor éxito de este populismo que data de años pero que el kirchnerismo vino a acentuar.

La decadencia se infiltró en todos los ámbitos posibles: desde la educación hasta la economía y ninguna resulta menor. Las escuelas son ya unidades básicas o comités donde, en el mejor de los casos, se va a solucionar necesidades insatisfechas más que a estudiar o formarse. Y acá surge la triste pregunta que cualquier infante puede hacerle a sus padres: “¿Para qué estudiar?” 

En mi época la respuesta era terminante: capacitarse era el reaseguro del progreso. Hoy el mismísimo presidente de la Nación salió a destruir el mérito: “Lo que nos hace evolucionar o crecer no es verdad que sea el mérito como nos han hecho creer. El más tonto de los ricos tiene más posibilidad que el más inteligente de los pobres”. ¡Pobre país dirigido por un hombre cuyos valores radican en creer que la oportunidad de igualdades consiste en quitarle al rico para darle al pobre!

La tiranía totalitaria no se edifica sobre las virtudes de los totalitarios sino sobre las faltas de los demócratas, sostenía Albert Camus. Y no sé si nos están faltando demócratas o lo que es infinitamente peor: nos están faltando patriotas. 

El Gobierno no hace sino crear problemas inexistentes para salir luego a vender soluciones que le sean convenientes a sus fines: la perpetuidad y la inmunidad judicial. Fomentan la rebelión para poder luego acudir a la represión, insitan a la violencia de género creando subsidios para transexuales de modo de justificar luego que haya un INADI o un lenguaje inclusivo que no es sino la muerte de un idioma que nos una como argentinos.

Las internas dentro del Ejecutivo son una afrenta al sentido común: tratan de vender ahora que hay dos sectores que se diferencian en sus propósitos porque de gestión no vamos a hablar. Sería insistir con la cuadratura del círculo. No hay un plan de gobierno a no ser que sea un plan crear masas humanas sin rumbo y sin destino, libradas al azar y cuyos problemas no se resuelvan, pero se soslayen cuando llegue el momento de votar. Entonces aparezcan los planes, los bonos, es decir los pases directos a la indignidad nacional. 

¿Cómo puede ser que el gobierno no haga nada frente al desastre actual? La respuesta me recuerda a una anécdota que contaba Goethe, decía que había conocido a un inglés que se suicidó para no tener que vestirse casa mañana… A fin de cuentas, ese discurso refractario está tan extendido a toda la sociedad que se agota en sí mismo, se resuelve en una turbulencia superficial: “Esto ya no puede durar más”. ¿Cuántas veces se dice eso justamente para que todo siga como está? Nos están vendiendo la queja como modo de vida. La verdadera decandencia, la de la mente, empieza cuando uno ya no es capaz de intercambiar con los demás pesares o gemidos, cuando deplorar la propia vida sigue siendo el mejor medio de no hacer nada para cambiarla. 

El gobierno entero: desde Cristina Kirchner a su adlátere Alberto Fernández propician esto. Este caos es el plan que urgieron para que la oposición no haga nada muy arriesgado no sea cosa que deba hacerse cargo antes de tiempo, y por otro lado para que en su pelea maniquea no se advierta, a ciencia cierta, quién es víctima y quién victimario, aunque esa grieta no exista porque no hay diferencia. Ambos son los artífices de que estemos sucumbiendo al más férreo de los infiernos donde no importe el mérito, dónde el premio sea la dádiva y no el fruto del propio esfuerzo. 

 “El bosque seguía muriendo y los arboles seguían votando al hacha. Era inteligente, los había convencido que por tener el mango de madera era uno de ellos…” (Refrán turco)