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Discurso de Gabriel Boric
Por Stella MONTORO
El peso se devalúa y el Papa cotiza al alza. La semana argentina ha sido una montaña rusa en la que, en diferentes vagones, viajó el dólar, la Presidenta Cristina Fernández de Kirchner, la Cámpora, los organismos de derechos humanos, la prensa, la oposición y la inflación. Dicho de otro modo, la política y la economía anduvieron a los empujones por los caminos inescrutables del Señor.
En tiempo record el maldito Jorge Mario Bergoglio se convirtió en el bendito Santo Padre. Hasta el secretario de Comercio, Guillermo Moreno, le honró con una estampa suya en los carteles que cuelga en sus dependencias oficiales. La nueva estrategia oficial se resume en una frase: Bergoglio ha muerto. Viva Francisco. En esa línea, hasta Andrés “el cuervo” Larroque, líder material de La Cámpora, corrió a una villa miseria a celebrar con los pobres la entronización del paisano que se mudó a Roma.
El cómplice y delator de la dictadura, para el oficialismo, en menos de una semana es un alma inmaculada sin pecado concebido. El tiro disparado por Página 12, con la pluma de Horacio Verbitsky, le salió por la culata. El sacerdote Franz Jalics, por segunda vez, intervino para desmentirle: “Orlando Yorio y yo no fuimos denunciados por el padre Bergoglio. Es falso sostener que nuestro secuestro se produjo a iniciativa del padre Bergoglio”.
La “canallada”, como la calificó Julio César Strassera, el fiscal que sentó en el banquillo a las Juntas Militares, se desmoronó. Quedó hecha cenizas en vísperas de Semana Santa, por dos razones: Testimonios de perseguidos que salieron en su favor y la orden que llegó de arriba y no precisamente del cielo. El primer argumento debería haber sido suficiente pero, a ciencia cierta, no hubiera servido de nada sin el segundo. La presidenta (la de la orden) y su “mesa chica” comprendieron que 1.200 millones de fieles son muchos. Hasta para ella que sacó un 54 por ciento de votos.
Si no puedes con tu enemigo únete a él. El pragmatismo de fin de guerra comenzó a aplicarse. El resultado está por ver pero los medios de comunicación oficialistas donde decían “Vatileaks” y exclamaban con horror “¡Dios mió!” ahora escriben “Roma, ciudad abierta”. El escritor, José Pablo Feinman, lo explicó clarito, “Cristina marca una línea: Este Papa tiene que ser nuestro, el que se gane este Papa va a ganar mucho. Así que, muchachos, no jodan más con el pasado”. En esta vuelta a la tortilla del pensamiento oficial, Juan Manuel Abal Medina, el jefe de Gabinete, dijo que las diferencias entre Bergoglio y la presidenta eran, “un invento de Clarín”.
Una voz en la noche interrumpió la vigilia de la Plaza de Mayo. Francisco, como se refiere el mundo al Pontífice, no se olvidaba de Argentina, ni de sus pobres y mucho menos de su presidenta. La inteligencia de un jesuita es diferente. La historia de la Compañía de Jesús tiene en su haber el sabor de la expulsión en el siglo XVIII de los imperios de España, Portugal y Francia que les vetaron, entre otros territorios, en este lado de América. La formación intelectual y la mirada política de un jesuita se encuadran en un mundo diferente. Nada es casual, ni las palabras ni los gestos. Conceder la primera audiencia a la Presidenta de Argentina y sentarla en su mesa para que le escuche, estaba dentro de sus cálculos. La penitencia por haberle cerrado las puertas de la Casa Rosada -más de una docena de veces- no fue poca. Pero, quizás, nada comparado con lo que le esperaba a Cristina Fernández a su regreso a Buenos Aires. En la capital argentina el caso Bergoglio quedó sepultado. Para el Gobierno, un golpe financiero estaba en marcha: El dólar paralelo, “blue”, negro o como quieran llamarlo escaló hasta 8,75. La brecha con el oficial (5,19) superó el 72 por ciento. Más que un cónclave, un cisma esperaba a la Presidenta.