martes, 16 de septiembre de 2014
Justicia, un paso adelante y dos atrás
El Presidente de la Corte Suprema junto al resto de los Magistrados.

El Presidente de la Corte Suprema, Ricardo Lorenzetti,  junto al resto de los Magistrados.

 

Adolfo Athos AguiarPor Adolfo Athos AGUIAR, para SudAméricaHoy (SAH)

La Constitución argentina puso como condición de existencia de las Provincias que se asegure su administración de justicia, bajo el previo condicionamiento de sus principios declaraciones y garantías.

Hasta hace unos quince años estábamos acostumbrados a hablar de “feudalismo” como un sedimento cultural en un puñado de provincias con menor desarrollo social e institucional. Algunos autores lo restringían al norte argentino, asumiendo que se trataba de rémoras del caudillismo histórico. Creímos estar asistiendo a su final con la extinción traumática de algunas de las dinastías dominantes.

Sin embargo, hoy se constata una expansión del fenómeno, que ha invadido provincias mejor institucionalizadas y se traduce en violaciones de derechos individuales básicos, sin recibir ninguna protección del Estado y ante la total pasividad de los jueces locales.

Esta situación ya alcanza a las provincias “centrales”, de gran masa e historia institucional.

Para quienes hemos recorrido habitualmente los foros provinciales, en algunos casos se han producido sorprendentes retrocesos institucionales, retrogradando procesos avanzados de reforma judicial y abandonando supuestos culturales básicos de la administración de justicia.

Significativamente, esta degradación expansiva ha convivido sin problemas con la aparente militancia de la Corte Federal en el “control de convencionalidad” y la plena vigencia de la Convención Americana sobre Derechos Humanos, y tampoco ha sido afectada por la recurrencia de actuaciones de la Corte y de la Comisión Interamericanas de Derechos Humanos. 

Por cronología y contenido, encuentro un denominador común que merece cierto análisis, y que se encuentra en el centro del discurso judicial y su concepción del “Poder”.

La Corte Suprema originada en la renovación de los años 2003/2004 no ha formulado una visión explícita de la función judicial, ni una conceptualización clara de su misión.

Observo, no obstante, un par de citas que considero significativas:

En una Conferencia en 2010 ante Diálogo Ciudadano, el Presidente de la Corte dijo: “Los jueces de todo el país, de todas las jurisdicciones y de todos los niveles, todas las Cortes Provinciales, la Corte Nacional, Jueces Federales, provinciales, en esa reunión de jueces, decimos bueno, vamos a acordar políticas de Estado” (sic) “en la primera conferencia nacional de jueces se acordaron tres políticas de Estado, la comunicación con la sociedad, la gestión, y luego esas Políticas de Estado se transforman en actos de gobierno” (sic).

Para la III Conferencia Nacional de Jueces en Córdoba 2008 “El objetivo es crear un sistema de gobierno del poder a cargo de los propios jueces y liderado por la Corte Suprema de Justicia de la Nación; no es una difusión científica o académica sino una convocatoria a quienes tienen un rol en la toma de decisiones»

Por accidente me tocó convivir con una de esas Conferencias, en Mendoza durante el año 2012, donde un largo centenar de Jueces y juezas de casi todo el país se auto convocó para analizar el temario “Responsabilidad y obligaciones de los jueces”. Sus conclusiones –obvio decirlo- no han sido publicadas.

Esta visión de casta implícita no se compadece con la que Luigi Ferrajoli propone al definir el papel de la función judicial en el estado de derecho (ITAM 2003) “El juez no es precisamente un órgano del aparato del Estado. Respecto de los demás poderes del Estado el Juez es, si acaso, un contra poder, en el doble sentido de que es el encargado del control de la legalidad de actos inválidos y sobre actos ilícitos y  por lo tanto, sobre los daños, provengan de donde provengan, a los derechos de los ciudadanos.

Desde luego para ejercer semejante papel, el juez no debe tener ninguna relación de dependencia, ni directa ni indirecta, con ningún otro poder. Debe ser, para abreviar, independiente tanto de poderes externos, como de poderes internos respecto del orden judicial”.

Ferrajoli anticipaba que la expansión masiva de las funciones estatales en un “Estado social de derecho”, por mera acumulación en ausencia de garantías eficaces para los nuevos derechos y de mecanismos adecuados de control político y administrativo, redundaría en la crisis de la legalidad en la esfera pública, un aumento descontrolado de la discrecionalidad y una creciente ilegalidad de los poderes públicos, particularmente, el “desarrollo de la corrupción del poder político a sedes invisibles que escapan al control político y jurisdiccional”. Para ello entendía que era necesaria “la expansión de la jurisdicción”, con “un nuevo papel: el de la defensa de legalidad contra la criminalidad del poder.»

«Este es un papel central, dado que la defensa de la legalidad equivale a la defensa del principio del Estado de derecho, que es la sujeción a la ley por parte de todos los poderes públicos y que constituye a su vez una premisa esencial de la democracia.
Esto implica también transparencia, controlabilidad y responsabilidad en el ejercicio de las funciones públicas, igualdad de todos ante la ley, ausencia de poderes invisibles, de dobles Estados, de dobles niveles de acción política y administrativa”, afirmaba Ferrajoli.

Por simple asociación de fenómenos, no es apresurada la hipótesis que una errónea concepción del “poder”, como elemento de autorregulación de una casta burocrática, sea incidente en el fenómeno de un mecanismo judicial que se asienta en el fetiche del expediente, en la dilación permanente, en la apropiación del litigio y en la distorsión del debate, ignorando principios que dábamos por sentados desde la época de Couture.

Esta inercia de castas está costando vidas.