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Discurso de Gabriel Boric
Por Carmen DE CARLOS, para SudAméricaHoy
Estos días pasó desapercibida, o se le prestó poca atención, a la visita del ex presidente Eduardo Duhalde al Vaticano. La noticia no es el viaje a Roma del hombre que eligió –se arrepiente a diario- al difunto Néstor Kirchner como su sucesor en la Casa Rosada. La noticia es que el Papa, según publicó Perfi.com, le conminó a organizar una versión nueva de la Mesa del Diálogo que, a principios de este siglo, logró reunir, hablar y alcanzar, algunos consensos entre dirigentes, políticos, organizaciones sociales y la Iglesia.
El ex arzobispo de Buenos Aires vivió sobre el terreno aquellos días de revueltas, sangre, saqueos y tensiones que dieron paso a la renuncia de Fernando De La Rúa, seguida de una secuencia surrealista de media docena de presidentes interinos –algunos por apenas unas horas- hasta que la Asamblea Legislativa designó a Duhalde para que terminara la Legislatura inconclusa de De La Rúa.
Francisco, -Monseñor Bergoglio en aquella época-, ve de lejos lo que está pasando en su país. La distancia no distorsiona una realidad que conoce con tanta precisión como la Biblia. La preocupación que le embarga no es poca y motivos, le sobran.
El Gobierno parece una procesión de almas en pena. La Presidenta ofrece una imagen de mujer enferma con dificultades para afrontar las misiones de Estado. Su visita a La Habana le insufló nuevos bríos en twitter aunque, prácticamente, volvió derecha a un sanatorio para que le diagnosticaran nuevos problemas de salud. En esta ocasión en la cadera. Entre operaciones, postoperatorios, descansos y viajes a Cristina Fernández la Argentina parece que se le escapa, de su entendimiento y de su gobierno.
Sus ministros anuncian devaluaciones que niegan como propias, señalan a empresarios, comerciantes, “sojeros” y resucitan el neoliberalismo de los años 90, como el origen de todos los males que han comenzado a mostrar su peor rostro en este fin de década “ganada”, según la jefa del Estado. Las reservas se escurren como el agua entre los dedos, la crisis energética los tiene a media gas y a media luz y los sindicatos afilan el lápiz para pedir aumentos en febrero y marzo que podrían ser de más del 35 por ciento. Esto, por no hablar de los acreedores (Club de París, holdouts y empresas expropiadas de mala manera)
La inflación aprieta y ahoga a los ciudadanos que se atrincheran, una vez más, en cualquier moneda menos en la suya. Preferiblemente en el dólar al que, pese a los anuncios, no tienen libre acceso. A todos les queman los pesos en la mano. “El dinero no vale nada”, repiten mientras -los que todavía tienen plata- apuran los pocos billetes que tienen en comprar coches, electrodomésticos -antes de que suban más-, irse a la costa, hacerse una cirugía o ponerse una dentadura nueva. Mañana será peor, es su conclusión.
Difícil vivir en un país que se empeña en repetir los episodios más dramáticos de su historia pero más difícil llegar a un extremo en el que parece que no hay salida cuando sí la hay. Para empezar, la Presidenta debería hacer un programa de Gobierno en serio, poner en orden la economía, dejar de mentir con los números y asumir que le corresponde a ella solucionar los errores y los problemas que creó sola, sin ayuda de nadie. Quizás, también para empezar, debería aceptar que los otros existen. Si tiene dudas, que le vuelva a preguntar al Papa que de esto, también sabe.