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Discurso de Gabriel Boric
Por Marta NERCELLAS, para SudAméricaHoy
Hay muchas formas de evitarnos disgustos. Una es no hacer un diagnóstico equivocado para que el pronóstico y la respuesta se correspondan con la premisa y no con la realidad. Cuando lo hacemos, las conclusiones que no se ajustan a nuestro deseo son descalificadas. La dureza de las palabras y los gestos con que se desautoriza lo que los otros pretenden como cierto, tiene una relación directa con el grado de poder que creemos tener o con la dosis de hipocresía que supimos cultivar.
Hoy la lectura de los periódicos, en esta Argentina vacilante, causa desasosiego. Los hechos que conocemos por alguna cercanía circunstancial a la historia que narran, resultan difíciles de ser identificados en el relato del informe impreso. La «realidad” ya no depende del cristal con que se mira sino de la posibilidad de ayudar o denostar a los personajes con los que simpatizamos o a los que aborrecemos. En una época en que se han perfeccionados los colores, nuestra Argentina sólo parece tener en su paleta el blanco y el negro.
En un proceso penal hay parte y hay Jueces. Resulta imprescindible que éstos sean imparciales, que no opinen por adelantado sino que previamente examinen los elementos que deben valorar. De esos valores, defendidos a rajatabla en cualquier democracia, dependerá que sus conclusiones puedan considerarse válidas.
El que acusa y el que defiende en cambio son parte. Y como tales deben mirar el conflicto. Las reglas están en las leyes. Las normas le dirán a cada uno qué puede hacer, que camino debe recorrer para intentar hacer valer su objetivo. Esa parte no es imparcial, es un razonador forzado que “lleva agua para su molino”, conforme nos enseñaran los maestros del proceso desde la antigüedad. Esto significa ni más ni menos que un Fiscal debe procurar que la investigación se abra, se profundice, que se llegue al hueso del conflicto sin importar quien resulte ser el señalado por la hipótesis delictiva que la denuncia delinea.
Cuanto más será así cuando, como en el caso Nisman, la sangre clausuró las palabras. Cuando en forma directa o indirecta esa denuncia que quieren cerrar levantando un bloque de cemento que no despeja las dudas, tuvo relación causal con la noticia criminal que quieren abortar. Deberían ser las pruebas y no las palabras más o menos dogmáticas del Magistrado lo que indique el destino de ese sumario. Decidir si el acuerdo con Irán fue un error político no justificable o un delito, es una discusión que merecemos que se dé a puertas abiertas y con argumentos que todos comprendamos.
Pedir que se investigue no es atentar contra la república sino resguardarla usando los resortes que la Constitución y las leyes establecen. Exigir que se recorran todos los caminos para despejar las dudas es, nada más ni nada menos, que la obligación de un Fiscal que se precie de ocupar ese lugar.
El Fiscal es custodio de la legalidad, esa que exige que no se suponga la inocencia por la importancia del rol que el imputado tiene en la sociedad. Esa que le exige que trate al señalado por la denuncia como inocente, pero que no descarte averiguar si lo es. Cuanto mayor sea la trascendencia de la tarea que desempeña el acusado más exigente deberá ser la mirada con que debe escudriñarse lo que hizo.
Pretender recusar a quienes convocaron a una marcha pacífica, el 18 de febrero de 2015, para honrar la memoria del Fiscal muerto en el ejercicio de sus funciones, vulnera las disposiciones rituales.
Los mismos personajes que hoy se alzan para impedir que al Fiscal que le corresponde por turno sostenga la apelación presentada contra la desestimación de la denuncia, promovida entre otros contra la Presidente de la Nación, son los que lanzaron expresiones descalificantes e intimidatorias cuando aquella marcha fue anunciada. Son también los que agraviaron primero al Nisman denunciante y con idéntico furor, al Nisman muerto.
Aquel hostigamiento y éste parecen nacer de una misma decisión: todos deben uniformarse y disciplinarse aceptando que lo hecho o dicho desde el poder, es una verdad incuestionable que no debe ser discutida.
No importa si la Presidenta un día dice que la muerte violenta de Alberto Nisman fue un suicidio y otro, sin explicarnos las razones del giro, afirma que se trató de un homicidio sobre el que no tiene pruebas pero no tiene dudas.
Después de todo es una conducta idéntica a la que sostuvo en relación a la masacre. Reclamó durante años, inclusive en Naciones Unidas, para que Irán entregue a los sospechados por la justicia argentina de haber sido autores del crimen y también, sin advertirnos del cambio, otro día se sentó con los sospechado a escondidas, para acordar una investigación en la que acusadores y acusados, promiscuamente unidos, buscáramos una “verdad” con la que cerraríamos tal vez la investigación, pero difícilmente, las heridas de quienes estamos convencidos que fue un acto de guerra de un Estado que concibe al terrorismo como una herramienta más de su política internacional.
El disenso es un arma del golpismo para quienes no aceptan la discusión ni el debate. Si el acuerdo con Irán es bueno para quienes nos gobiernan, aunque Irán se esté burlando de lo firmado, no deberíamos cuestionar ni indicar que cada letra del memorándum tiene un casillero en el que se encierra la palabra impunidad.
Por eso se recusa al fiscal que auspició la marcha para «respetar y honrar la memoria de un fiscal que no tuvo el homenaje ni el duelo necesario por parte de la cabeza del Ministerio Público Fiscal y de las altas autoridades del Gobierno», rendirle un homenaje a quien murió por intentar investigar, porque no se puede aceptar el silencio del Estado frente a su muerte es un agravio según la interpretación oficial. No importa siquiera si es el amor o el terror lo que unió a los que ese día marcharon. No interesan las razones que unieron las manos entrelazadas porque el mensaje era que no se pueden aceptar muertes políticas en nuestra democracia.
La recusación se parece más a un intentar impedir que se investigue, resultando más rebuscada cuando se contrapone con la sencillez de los dichos del Fiscal Pollicita -que fue el que promovió la acción para que se lleve adelante la investigación y luego apeló ante el apresurado rechazo del Juez interviniente- cuando dijo: «Para impulsar la investigación alcanzaban y sobraban los dichos de Nisman», reconociendo que : «Si Nisman estuviera vivo, podría tener un montón de elementos para aportar, que yo desconozco». Y agregando que :»los imputados, la gente, la sociedad y las propias víctimas del atentado a la AMIA merecen que se investigue la denuncia que hizo el fallecido fiscal”.
Así de contundente, así de sencillo. Los imputados ante las dudas que sus conductas generaron y ante la conmoción que provocan las legales escuchas telefónicas que parcialmente han sido difundidas, no sólo no deberían obstruir la investigación sino que deberían exigir que se investigue, que se examinen qué hicieron y por qué lo hicieron. Las sombras de las sospechas no se generaron cuando Nisman denunció, aquellas crecieron a la sombra de la clandestinidad de los encuentros y de lo difícil que resulta comprender el cambio de postura oficial en relación a Irán y lo inexplicable de cada artículo de un memorándum que necesita, aún cuando nunca entre en vigencia, que sea explicado.
A pesar de ciertas limitaciones inherentes a sus funciones, los jueces, los fiscales y otros operadores de la justicia tienen derecho a la libertad de expresión y de reunión pacífica. Ese derecho se convierte en obligación en casos como el aquí acontecido. Pero como ha dicho el actor argentino Furriel, “los actores nos hacemos cargo de que estamos actuando, los políticos no”, y entonces actúan una indignación que pretenden que creamos real, aunque parece ser la máscara del miedo.
La causa judicial puede ser una oportunidad para despejar las sospechas al menos de quienes deseamos profundamente que no se haya perpetrado el delito que se describe en la denuncia, quehacer que de haber sido cierto, suena más que a encubrimiento a traición a la patria.
No debemos discutir. No hay que pensar. Para hacerlo están los elegidos por el pueblo. La mayoría lograda hace unos años se considera vigente al menos hasta que otra mayoría la desplace. En un mundo de triunfalismos las minorías no existen. El que gana se lleva todo, hasta la capacidad de discernir de los que los votaron y de los que no lo hicieron. Perdieron, esperen la próxima elección para pensar, para investigar ¿Para qué más?