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Discurso de Gabriel Boric
Hubo un tiempo en que se alertaba a los estudiantes de abogacía sobre los peligros del «strepitus fori», el escándalo jurídico que representaba el dictado de sentencias contradictorias sobre casos similares. En esa época se creía en una “ciencia del derecho”, lo que parecía un oxímoron o una broma epistemológica. Hoy es sólo una broma.
Se ha transformado a la ciencia del derecho en la pseudo ciencia de la excepción, restando previsibilidad y uniformidad a lo jurídico. En el mejor de los casos, jueces y abogados se han transformado en lobbystas, cumpliendo una profecía de Carl Wright Mills en la década de 1950: “En las ramificaciones y bajo ellas, más bien hacia los escalones inferiores, la elite poderosa se confunde con los niveles medios del poder, entre las filas del Congreso, en los grupos influyentes no incluidos en la elite poderosa misma, así como en una gran diversidad de intereses regionales, estatales y locales. Aunque todos los hombres de niveles medios no estén entre los que cuentan, a veces hay que tenerlos en consideración, manejarlos, halagarlos, descartarlos o ascenderlos a los altos círculos. Cuando la elite del poder descubre que para lograr ciertas cosas tiene que descender de su propio reino –como para conseguir que el Congreso apruebe determinadas leyes- se ve obligada a ejercer cierta presión. Pero en la elite del poder la gestión o política oficiosa de altura se llama labor de enlace”. Carl Wright Mills, “La Elite del Poder”. Mills extrema su invocación reduciendo a los abogados al papel de transmisores de los deseos que “los banqueros” imponían a los jueces, para no mezclar las elites y no incurrir en mezclas impropias.
La Corte Suprema argentina ha sacudido el tablero dictando una resolución que concede el beneficio del dos por uno a un condenado por delitos de lesa humanidad, desatando un alboroto en nuestro fácilmente alborotable gallinero. Abundaron opiniones desgañitadas de opinadores que en su mayoría ni siquiera leyeron el fallo. El clamor sumó a oportunistas de todos los sectores e intereses. En apenas unos días, el Congreso dictó una especie de ley interpretativa de una ley derogada (cosas más raras hemos visto los argentinos, y más raras veremos). La ley es una proeza creativa en sí misma y vuelve todo a su mediocre normalidad, salvo las usuales operetas de actores secundarios en ciernes y expectativa de medrar en el azotado gremio de los operadores judiciales.
Hace un poco de ruido el argumento receptado en el fallo, de aplicar una ley de un carácter cuasi procesal, vigente en períodos en que el beneficiario no estaba privado de su libertad. La validez de los argumentos es opinable, pero están bien estructurados, y fundados por dos jueces con acabado conocimiento de los derechos fundamentales, significativamente más sólidos que los juegos tribuneros de recurrir a la sensibilidad social, el momento y oportunidad políticos, las cuestiones de Estado y el espíritu de la comunidad, más propias de la Corte Bolivariana arreada por Nicolás Maduro. Otras críticas recibidas de parte de la doctrina externa son más serias y consistentes que esos votos de la minoría.
Es difícil de creer que los Jueces que hicieron mayoría no previeran el impacto de su decisión, aun teniendo en cuenta que la concesión del dos por uno en casos de lesa humanidad no es precisamente nueva, porque se ha concedido con anterioridad. Por el contrario, cabe examinar si no buscaban precisamente esa conmoción, frente a un problema aún mayor.
El “dos por uno” nació como una precaria solución de emergencia a la extrema ineficiencia del sistema judicial argentino, que en la década del noventa recibía permanentes advertencias porque –como todavía hoy- no respetaba las normas del debido proceso en tiempo oportuno. Como ahora, un porcentaje mayor de los habitantes de las cárceles permanecía detenido sin condena y podían cumplir el término completo de la eventual condena debida, sin obtener sentencia o aún para ser finalmente absueltos. Al dictarse la Constitución de 1994 adquirió carácter constitucional la exigencia de limitar esos tiempos, estableciendo la ley un término máximo de tres años para esas detenciones, y generando el cómputo de dos años de prisión preventiva contra cada uno de condena efectiva. La ley fue primero condicionada, y finalmente derogada.
El sistema judicial argentino ha insistido en renunciar definitivamente a las revisiones sistemáticas del cumplimiento de la garantía del debido proceso, y ese rol ha sido asumido por la Comisión y la Corte Interamericanas de Derechos Humanos. La historia judicial argentina exhibe –entre otros- dos casos extremos: el caso Bayarri, de un policía que pasó trece años preso por el secuestro del ahora Presidente Macri, y el caso Carrera, que para ser liberado por la llamada Masacre de Pompeya, debió ser fulminado por un largometraje y una simulación computacional . En este último caso, para entender el recurso necesitaron un dibujo animado.
En los casos de los delitos cometidos durante el llamado Proceso de Reorganización Nacional las revisiones son particularmente morosas e insuficientes. Es estadísticamente ineludible que algunos de los actuales condenados, que cumplen prisiones sin sentencia firme, sean hallados finalmente inocentes de los delitos que se les imputan, máxime cuando muchas de las condenas caídas han incurrido en asunciones en materia de prueba y adjudicación que los Tribunales Internacionales impugnan y rechazan. La invariable adhesión de los propios imputados y condenados –aun de aquellos que se crean inocentes- al pacto de silencio lo ha profundizado.
El recurso al dos por uno quizás sea un atajo inapropiado para reparar esas tensiones, de la misma manera que las discusiones sobre las prisiones domiciliarias son una cortina de humo. En lo que aquí interesa cabe señalar que en este punto ya no son únicamente los criminales del proceso militar los que están en juicio, sino el sistema de derechos fundamentales mismo.