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Discurso de Gabriel Boric
Buenos Aires. Por Marta NERCELLAS, para SudAméricaHoy
Otra vez la muerte nos hace reflexionar. Un incendio, en un taller textil clandestino de Buenos Aires, terminó esta semana en tragedia: dos chicos que vivían en el lugar murieron carbonizados. Eran hermanos, tenían 7 y 10 años y dormían precariamente en el subsuelo de una casa, debajo del taller donde trabajaba su familia. No pudieron escapar porque el lugar tenía sólo una puerta que estaba semi tapiada.
Denuncian que existen en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires y sus alrededores 30.000 talleres clandestinos. Penumbrosos rincones en donde trabajadores reducidos a una virtual esclavitud unen trozos de telas «glamurosas» o baratas para convertirlas en prendas concretas.
Cuesta ensamblar derecho y Moda. Orden, pautas preestablecidas, no parecen poder asociarse con glamour e innovación creadora. Diseños exclusivos, exhibidos en escenarios ambientados para complacer nuestros sentidos, suelen esconder miserias inenarrables, familias enteras viviendo escondidas en lugares miserables.
Trabajador en un taller clandestino
Documentos retenidos por el “empleador“ (de alguna manera hay que denominarlo), vivienda y comida asegurada pero miserable. La vida familiar realizada a tirones al borde mismo de la máquina de coser en donde, con cada puntada, cosen su libertad a su necesidad de subsistencia. Un presente horroroso pero que suele ser mejor que el pasado que quieren dejar atrás.
Muchísimas causas judiciales nos permiten leer el desgarrador relato de las familias “liberadas” por esos procedimientos que en muchos casos rompen la “cadena” con el encargado del taller, a costa de quedarse sin cama ni comida y con la familia desgajada. La lectura de sus desgarradores relatos llena de zozobra nuestra conciencia.
El agraviado ni siquiera puede reclamar por la esclavitud a la que ha sido sometido. No suele reconocer el daño que se le causó. Está apesadumbrado por la pérdida de su trabajo. Por eso no salía de aquel miserable espacio, por eso regresaba en las pocas oportunidades en que veía el exterior, para recibir la limosna que casi con desprecio se le entregaba. A aquella servidumbre suele seguirle con la “liberación”, la desesperanza.
Pero hay algo peor aún, el Estado, en los pocos casos en los que interviene, siempre por alguna insistente denuncia de una ONG, el agravio que subraya, es el daño a las arcas públicas. Esos talleres clandestinos no pagan cargas previsionales ni los impuestos. La libertad y la dignidad de las personas allí hacinadas son sólo en un detalle que tienen escasamente en cuenta.
Chico explotada muestra la zapatilla recién cosida
Aquellos “talleres de sudor” de la Gran Bretaña de fines del siglo XIX y estos espacios, donde la higiene y la seguridad están ausentes, son idénticos. No sólo pauperizan a los inmigrantes indocumentados que quedan enredados en promesas que jamás se cumplirán, sino que en ese duro entorno son ocasionalmente sometidos a abusos físicos, mentales o sexuales.
Tienen condiciones de trabajo peligrosas para la salud y horarios extraordinariamente largos. El espacio entre el lecho en el que se suponen descansan hacinados todos los miembros de la familia y sus herramientas de trabajo, suele ser ínfimo, sólo el suficiente para que algún movimiento involuntario no dañe las máquinas.
Muchos son migrantes ilegales traídos con engañosas promesas de bienestar que una vez instalados en lo que será su “celda”, nunca terminan de pagar lo que costó su viaje y su ilegal ingreso. No tienen donde irse y sus documentos fueron retenidos por quien se supone habrá de ayudarlos a legalizar su estadía, a que sus hijos estudien, a que consigan esa vivienda digna que les prometieron y que siempre está por llegar. El bienestar es una promesa para mañana, ese hoy que se prolonga indefinidamente, es la etapa del “sacrificio”.
El cierre de fábricas y la utilización masiva de subcontratación a talleres urbanos informales, determinaron una importante concentración del capital en un lado (los que comercializan las prendas o son los titulares de las marcas) y un marcado deterioro de las condiciones de trabajo por el otro (los que las producen y a veces inclusive en este sector se encuentran los propios talleristas).
Llamativamente no existen causas judiciales promovidas por los trabajadores. Para denunciar hay que tener conciencia de que se es víctima de un delito. Ellos no la tienen. Están esclavizados desde siempre, naturalizan el estado como si a él pertenecieran. Las investigaciones son incoadas por ONG o por agencias estatales que se preocupan por la falta de pago de las cargas sociales y los impuestos. En esas investigaciones, los trabajadores, cuando no son previamente amenazados por sus empleadores, suelen contar su desdicha pero sin calificarla, como si no los hubieran agraviado los hechos que relatan.
Al tercerizar la producción de sus prendas, empresarios y comerciantes entienden que construyen una gruesa medianera entre los abusados que arman sus prendas y el lujo de sus locales. Nunca preguntan quienes, cómo, ni dónde se confeccionan sus trajes. Los pasadizos secretos, las puertas ocultas, la clandestinidad de la miseria parece eximirlos de responsabilidad.
La ONG Alameda contra las marcas que usan talleres clandestinos en la confección de sus prendas
Miran distraídos cuando algún procedimiento judicial rompe esas barreras y deja al descubierto la mugre de colchones sin sábanas y de niños corriendo entre máquinas de coser. ¿Pueden seguir diciendo, yo no conocía lo que allí ocurría cuando las llamas de un incendio generado en aquella “desidia” mata?
Cuando niños son atrapados no por las llamas generadas por el fuego (éstas son el ocasional agente de su muerte) sino por la ambición de unos y la necesidad de otros ¿No se hacen ninguna pregunta aunque sea en su intimidad? No son investigadores, ni funcionarios públicos, no puede exigírseles que “descubran” que existen pasillos o puertas ocultas que permiten esconder a los trabajadores abusados, no podremos exigirles medidas extraordinarias para evitar la comisión de los delitos que venimos analizando, pero sí serán responsables de las medidas ordinarias de cuidado para evitar que se esclavice a los “costureros”, sí podrá requerírsele que tengan una concreta auditoria de cada tramo de la producción de sus prendas.
En la cadena de valor que pone precio a nuestros vestidos no figura la vida ni la dignidad ni la libertad del “costurero”. Su alto precio suma decenas de pesos desde el lugar del tallerista o del intermediario. El paso previo, el que realiza el que realmente confecciona la prenda, el que convierte ese dibujo ambicioso del creador, en el vestido que la clienta quiere ver ceñirlo en su talle, ése, no impacta en el excesivo precio que pagamos por él porque apenas se cuenta en centavos.
El 30 de marzo del 2006 se incendió un taller clandestino en la calle Luis Viale al 1200 de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. Allí murieron seis personas de las cuales cinco eran menores de edad. Parecería que recién ese siniestro dejó al descubierto el drama de los costureros esclavizados. Las agencias estatales, los empresarios y talleristas que contratan sus servicios pero los dejan huérfanos de cualquier cobertura y protección, pretendían que el drama les era ajeno. Pero la magnitud del daño los alcanzó, determinó que algunos comerciantes quedaran procesados y que se inspeccionara y clausuraran más de cien talleres similares. Como si se hubiera corrido de pronto un velo oscuro que, olvidadas las muertes, volvió a ocultar la miseria que las produjo.
El trabajo era a “cama caliente” (rotando quienes descansaban y quienes trabajaban en ese mismo espacio). Las instalaciones clandestinas de luz avisaban del peligro y las puertas con llave y las ventanas con rejas, aseguraban el resultado letal. Pero sin muertos parece que no es posible ver lo que pasa detrás de esas puertas que se abren a medianoche para dejar salir la mercadería.
Ante el estallido del escándalo en la primera hoja de los diarios, una de las clientes, la entonces Princesa Máxima de Holanda, anunció que no compraría más vestidos a “Naum”, diseñadora a la que le confeccionaban sus prendas en el taller incendiado. Hizo público su rechazo a la existencia de esos talleres clandestinos en los que la tarea se realiza en condiciones inhumanas. Afirmó, además, que esperaba que el Gobierno y la industria textil adoptaran todas las medidas necesarias para mejorar las condiciones de trabajo de la gente afectada. La diseñadora pidió disculpas públicas pero se negó a que supervisara su cadena de producción el INTI (Instituto Nacional de Tecnología Industrial) y contrató auditores privados holandeses para la tarea.
Mientras la moda sigue generando dinero e identidades vacías, los cuerpos de los trabajadores textiles sufren las huellas insalubre de esos talleres con el aire viciado y saturado del polvillo de las prendas. Están marcados por la fatiga y el desgaste de sus manos y de sus ojos. Las prendas lucen en el exterior las siglas que remiten a una empresa mientras que en su “vientre”, digiere diariamente el cuerpo y el alma del trabajador textil. Trabajador que tiene un horrible presente pero que el recuerdo de un pasado aún peor le impide siquiera alzar su voz para quejarse de la injusticia.
No es trabajo en negro es trabajo esclavo. No se les roba parte del salario, se les roba su dignidad. No se apoderan de su fuerza laboral sino de su libertad, de su vida y la de su familia. No es necesario que sigan muriendo niños para que digamos !BASTA¡