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Discurso de Gabriel Boric
El coronavirus no sabe de derechas o izquierdas ni respeta clases sociales. Pega por igual donde quiera que sea en el costado más sensible de las sociedades, sazonado por el hartazgo. La fatiga pandémica, prima hermana de la fatiga democrática, tiene efectos colaterales: el voto inesperado, como la victoria del banquero Guillermo Lasso en las presidenciales de Ecuador, y el voto no menos sorpresivo por un maestro rural que desafía el status quo del Perú, Pedro Castillo, con ideario bolivariano, militancia sindical y, al final de su modesta campaña a caballo, la sombra de Sendero Luminoso a sus espaldas.
Dos países limítrofes, al filo de los precipicios andinos, que estuvieron brevemente guerra en 1995, Ecuador y el Perú, emprendieron caminos opuestos 26 años después.
Lasso ganó la segunda vuelta de Ecuador contra todos los pronósticos después de haber perdido la primera por amplio margen frente al delfín del expresidente Rafael Correa, Andrés Arauz.
Castillo, desconocido en Lima, casi no figuraba en la lotería de 18 candidatos tras el quinquenio tortuoso de presidentes depuestos que estrenó Pedro Pablo Kuczynski; continuaron Martín Vizcarra y Manuel Merino, y está en vías concluir, si Dios quiere, Francisco Sagasti. En la segunda vuelta, el 6 de junio, Castillo deberá vérselas con otro polo opuesto. Keiko Fujimori, quizás, en libertad condicional mientras cumple una condena por corrupción.
La dispersión del voto en el Perú supone una crisis recurrente. La de la gobernabilidad. Castillo ganó con menos del 20 por ciento de los votos. Desde la renuncia de Alberto Fujimori por fax desde Japón en 2001 no hubo un solo presidente que no estuviera en apuros o fuera destituido y procesado.
“La mayor virtud de Castillo, se diría, es no ser ninguno de los otros postulantes. Ninguno de aquellos que la población identifica con el sistema que ha fallado reiteradamente en su intento de representarla, por lo menos…”, editorializa con puntos suspensivos el diario El Comercio, de Lima.
En Ecuador, tres presidentes no pudieron terminar sus mandatos entre 1997 y 2005 por insurrecciones populares e indígenas. Y siguieron los interinatos y los zigzags, marcados últimamente por la rivalidad entre Correa, condenado a ocho años de prisión por corrupción, y su antiguo ladero, el presidente Lenín Moreno.
En esos precipicios andinos, sin refugios partidarios ni más expectativa que salvar la ropa y servir la mesa a la luz de la falta de expectativas en los políticos en general, el eventual ascenso de Arauz habría significado un espaldarazo para el deshilachado progresismo latinoamericano, encarnado en otro vecino, Evo Morales, por medio del gobierno de Luis Arce, y en el retorno a la pelea electoral de Lula frente a otro polo opuesto, Jair Bolsonaro.
La Patria Grande, reinvención de líderes contemporáneos con fecha de caducidad desde el final de la “regaladera” de Hugo Chávez, no es tan grande ni uniforme como pretende ser.
Sin viento de cola gracias al precio de las materias primas ni préstamos y guiños generosos entre sí para beneficio de sus respectivos círculos íntimos, aquellos estatistas ahuecan el ala ante la vuelta de otra presunta plaga, la del llamado neoliberalismo, doblegado, a su vez, por el déficit fenomenal de pobreza y desigualdad irresuelto en la región.
Que tiren Lasso para la derecha y Castillo para la izquierda, defendiendo al régimen de Nicolás Maduro, no resuelve nada. Ecuador y el Perú honraron la democracia electoral. Pendiente queda, como en otros países de la región, otro déficit. El de la democracia republicana. Esa que respeta las instituciones. Jorge Elías