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Discurso de Gabriel Boric
Por José VALES, @joservales
A lo largo de los años, cuando un presidente
sudamericano apostaba por la reelección en el cargo, lo hacía sabiendo
que su objetivo estaba garantizado de antemano. Así ocurrió con Alberto
Fujimori en Perú, Fernando Henrique Cardoso en Brasil y Carlos
Menem en Argentina, en los 90 y en los 2000 también con el
matrimonio Kirchner, Alvaro Uribe en Colombia y Luiz Inácio Lula Da
Silva en Brasil. Sin olvidar la evolución del chavismo, con o sin
Hugo Chávez, que por sus características conforma una excepción a
toda regla. Pero algo parece haberse roto, en la relación
gobierno-sociedad, en algunos países de la región si se observa
las penurias preelectorales por las que vienen atravesando el
colombiano, Juan Manuel Santos y la brasileña, Dilma Rousseff, en sus
intentos por extender sus respectivos mandatos por otros cuatro años.
La última encuesta difundida en Colombia, muestra un
escenario muy volátil. Aparece un electorado disconforme y desganado y
la candidatura presidencial cada vez queda más cerca de la de sus
contrincantes: A tan sólo ocho y 12 puntos de sus competidores más
inmediatos, Iván Zuloaga y Enrique Peñaloza. Nada se puede
descontar de aquí al 25 de mayo, fecha de los comicios.
El proyecto de Santos no despega porque en su historia clínica
aparece su antigua adicción al uribismo, su posterior proceso de
desintoxicación del mismo, y una gestión mediocre, cargada de medias
tintas, que volvió a quedar de manifiesto días pasados en la
reposición del alcalde de Bogotá, Gustavo Petro, cuando el mandatario
primero designó a una interina del partido del alcalde y 24 horas
después decidió acatar el fallo judicial de reubicarle en el cargo.
Desprolijidades que no se evitaron, ni tan siquiera en tiempos
electorales.
Su caballo de batalla para estos comicios fue la paz con las FARC,
pero la sociedad colombiana ya no ve a la paz como una de sus metas
más preciadas. Se acordó que existen otras necesidades tan urgentes,
aunque de un poco menos peso que la vida, como la salud, la educación y
el acceso a los servicios básicos. En la Colombia profunda nada de esto llegó, allí donde el Estado y la clase política colombiana está ausente desde los tiempos de Macondo.
En Brasil, el problema de Rousseff parece un poco más complejo
porque no depende sólo de ella. A la presidenta ejemplar y
trabajadora de los primeros años de su mandato, a la mujer que
destruyó al cáncer que la afectó en la campaña, le sobrevinieron todos
los desafíos juntos a la hora de administrar la herencia que en el
poder le dejara Lula.
La bronca social contra el Mundial de Fútbol –paradójicamente en el
que es, tal vez, el país más futbolero de la tierra-, llegó acompañada
de un reclamo generalizado contra la corrupción, de una guerra en las
favelas, que el gobierno sólo había logrado suspender pero no acabar,
de una ruptura en la base de aliados que le dio mayoría en el Congreso
y de los escándalos de sobreprecios y sobornos en la compra de una
refinería por parte de la estatal Petrobras. Todo cuando su figura se
estanca en las encuestas, sin que sus rivales, el socialdemócrata
Aecio Neves y el socialista Eduardo Campos, capitalicen por ahora,
semejante escenario.
Fernando Henrique Cardoso, quien siempre fue más talentoso y sagaz
como sociólogo y analista político que como presidente, se animó a
decir días pasados que veía “a Dilma perder las elecciones”. Esto
justo cuando Lula, el político que lidera las encuestas
presidenciales, negó por enésima vez la posibilidad de una candidatura
que un vasto sector del PT viene impulsando, al ver las dificultades
que presenta la reelección.
A esta altura de las circunstancias, ni una eventual consagración de
Brasil en el mundial que lave toda la inquina contra el certamen y sus
gastos dispendiosos, ayudaría a revertir la situación. Ni pensar, si
como se espera en el mundo del fútbol (y si no que le pregunten a
Michel Platini y Joseph Blatter y lo ratifiquen con Julio Grondona en
la FIFA) este será el mundial de Messi.
La variable política que debe enfrentar Santos en Colombia, no es otra
que la filosofía del uribismo, que supo impregnar casi todo el debate
político en el país a lo largo de los últimos 12 años. En Brasil, en
cambio, el PT está pagando el precio de haber apostado por la
cosmética antes que por el cambio profundo que había prometido desde
su fundación, allá en la segunda mitad de los años 80. Si bien sus
gobiernos lograron sacar a millones de pobres para introducirlos en
la clase media, ni la infraestructura de un país que se propone como
líder continental y una de las ocho economías del mundo, ni la
educación, ni la salud, han cambiado en estos años.
En ambos casos, en el colombiano y en el brasileño, -salvando las
distancias entre uno y otro país-, el resultado de país es la obra de sus respectivas clases
políticas. La colombiana, trasformada a lo largo de su historia en una
casta a la que el país se le termina en el muy bogotano parque de la
93. La brasileña, representada por partidos que funcionan como bandas
en un Congreso donde todo es posible, incluso evitar que pase la mil
veces prometida reforma política.
Por todo eso, tanto Santos y Rousseff, cada uno con sus
particularidades y a su manera, ven cómo sus candidaturas a la
reelección entraron definitivamente en zona de riesgo.