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Discurso de Gabriel Boric
Santiago de Chile. Ana Pérez LÓPEZ/Efe
Ni el polvo ni los perros abandonados pueden eclipsar el aroma de las humitas (tamales), cazuelas y sopaipillas que inundan los caóticos pasillos de la Vega Central, el principal mercado de abastos de Santiago de Chile. Un olor tan suculento que ha llegado hasta el portal gastronómico The Daily Meal, que lo nombró el cuarto mejor del mundo en una clasificación que encabezó el barcelonés mercado de La Boquería.
Con gritos de «¡Consulte no más!» o «¿Qué está buscando, casero?», se encuentran los mejores productos agrícolas de Chile, aunque la magia de este zoco, más que por sus productos, destaca porque tras sus muros prima, en palabras del portavoz del mercado, Arturo Guerrero, «la libertad de ser»: «Aquí cualquiera se ríe, cualquiera baila, todo el mundo es libre.»
Y lo cierto es que nada más entrar a este lugar los tenderos cantan, los reponedores dan palmas y hasta una vagabunda tuerta arranca a bailar dando saltos con un pañuelo.
Pero a pesar de la apariencia del mercado de abastos, todo Santiago pasa por La Vega: «El rico, el pobre, el del medio, el apolítico, el político, el revolucionario, el no revolucionario, el creyente, el no creyente, todos pasan por La Vega», cuenta Guerrero.
Entre ellos está Alicia Leiva, una mujer de un barrio bien considerado, Las Condes, que cada quince días emprende un largo viaje en metro «por la calidad y bajo precio» de las hortalizas y verduras. La veterana clienta de La Vega recomienda hacer la compra los martes porque «todo llega el lunes por la tarde y si esperas más, está muy añejo», dice.
Entre un millar de huevos se esconde Teresa, la dueña del puesto «Santa Teresita», que lleva desde 1986 en esta bodega y que discute con la dueña del local de al lado sobre la valía de la actriz española Sara Montiel.
Un total de 1.700 puestos y unos 7.000 trabajadores completan la gran familia veguina que a pesar del tiempo, los cambios y los grandes madrugones permanece al pie del río Mapocho con la misma alegría de vivir.
La Vega huele al Chile más tradicional: «No ha perdido su esencia; cuando los mercados pierden la identidad, los pueblos dejan de ser pueblos», afirma Guerrero.
Es una pequeña grieta del pasado que rescata los días en los que los niños bailaban en rueda ágiles «pies» de cueca y tomaban sandwiches de «potito» (tripa de cerdo) y longaniza.
Eran los días en los que en el barrio de Recoleta, donde se ubica el mercado, había infinidad de cuecas, el baile típico chileno, que encontró sus mejores expresiones en las cantinas, bares y cabarés de estos callejones.
«Los más grandes músicos y artistas acudían a celebrar las fiestas de La Vega Central,» contaba la folclorista María Ester Zamora, y entre ellos estaba el maestro Mario Catalán autor de cuecas como «Aló, aló».
«Él (Mario Catalán) era locatario acá y mientras trabaja, iba creando la melodía de la rebeldía y la sexualidad», relata Guerrero, que además de ser relacionador público del mercado tiene su propio puesto. «Eran tiempos en los que uno pescaba una guitarra y si le iba bien, comía bien, y si le iba de pena, también comía… mal, y así salió mucho canto popular».
Hoy sigue habiendo música, baile y risas, y hasta sexagenarios que entre lechugas y patatas echan una partida a las cartas «porque sus esposas no les quieren en casa», comenta entre carcajadas Guerrero.
Costumbrismo con acento chileno que comenzó en la época colonial, cuando el sector era la entrada al barrio de «La Chimba» y se asentó, poco a poco, entre la Avenida Santa María, la Calle Olivos, Recoleta e Independencia, y que aún hoy «es el corazón de Santiago».
Arturo Guerrero se despide desde su puesto, «¡Chucha, me pasé!«, un local decorado con «harta rebeldía», es decir, lleno de carteles que apelan a la anarquía y critican al gobierno.
Madrugadores, amantes de la cultura popular, pero sobre todo libres. Así son los apodados veguinos, trabajadores que creen firmemente que «después de dios, está La Vega», el lema que envuelve los muros del mercado.