miércoles, 25 de noviembre de 2015
El dolor de las mujeres detrás de las rejas de Pinochet

Gustavo Borges
México, 25 nov (EFE).- En estos días, cuando su fina figura de bailarina se contamina con ademanes de abuela, a la maestra chilena de danza Gina Cerda la lacera un dolor, saber que un día morirá sin haber podido mirar a los ojos a sus torturadores y preguntarles «por qué fueron tan desalmados».
«Siento la necesidad de ver sus ojos y preguntarles cómo y por qué fueron tan desalmados; hoy tienen nietos y tal vez puedan contestarme», dice Gina, una de las protagonistas del libro «Mujeres tras las rejas de Pinochet», de la escritora Vivian Lavín, que se presenta estos días en México.
Más que un libro sobre política, la obra es un compendio de las vivencias de Gina y de sus compañeras de prisión Valentina Álvarez y Elizabeth Rendic, quienes narraron las atrocidades de los gendarmes del dictador Augusto Pinochet, de quien hoy se cumple el centenario de su nacimiento.
Una de las historias más espeluznantes la vivió Gina en la Navidad de 1986. Un torturador le confesó haber pensado en ella durante la cena familiar y le reveló haber reservado su silla con un plato de comida y vino en la mesa de su casa.
«Al otro día se disculpó por no traerme la cena, pero me ordenó ponerme la venda y me entregó el postre, un durazno peludo», cuenta Cerda en entrevista con Efe.
Concentrada en la parte humana de las historias, Lavín denuncia cómo las presas fueron sometidas a torturas sicológicas mientras les tapaban los ojos con una venda sucia y rescata anécdotas muy duras como las de Valentina y Elizabeth, cuyos novios fueron asesinados.
«Este libro no es sobre el pasado, habla del presente; si en Alemania elogias a Hitler te llevan preso por hacer apología de la violencia, pero en el Chile de hoy Pinochet no es considerado un asesino porque murió como senador vitalicio y fue enterrado con honores», comenta la periodista.
Vestida de negro, sin pintura en el rostro y solo con un poco de carmín en sus labios que contienen una sonrisa sobria, Lavín lamenta que en su país haya tanta obsesión por olvidar y si bien en sus narraciones no se va a la yugular de los gendarmes con adjetivos acusadores, sí saca a la luz los excesos contados por las mujeres.
Para Valentina, una sicóloga de edad madura que mira a los ojos cuando conversa, las torturas llegaron a soportarse, pero lo brutal fue ver morir a su novio Mauricio a los 18 años, y tiempo después, cuando intentó rearmar su vida con un joven médico, vivir de nuevo el pesar de la muerte de su nueva pareja.
«Mauricio Maigret, mi primer amor, cayó en un enfrentamiento con las fuerzas especiales; cuando estaba clandestina conocí al médico Luis Alberto, y cuando me detienen a él me lo matan», cuenta y luego revela que hubiera preferido su muerte a la de aquellos chicos.
Valentina ocultó sus historias durante muchos años, por miedo a ser criticada, pero un día se unió con Gina y con la doctora Elizabeth Rendic y acordaron contarle sus secretos a Vivian Lavín.
«Conversé con ellas juntas y por separado; tienen distintos orígenes y en nuestro Chile tan clasista ellas jamás hubieran sido amigas, pero armaron una relación bonita en la prisión y hoy se protegen y se quieren», explica la periodista, conocida en Chile por el programa de radio «Vuelan las plumas», de corte cultural.
En estos días, cuando los simpatizantes de Pinochet celebran su centenario, el libro es presentado en México y las tres mujeres confiesan su frustración porque el país actual no tiene nada que ver con cómo lo imaginaron después de la dictadura militar (1973-1990). Sin embargo, no guardan rencor ni siquiera a sus torturadores.
«Cuando me dio el durazno de postre, me dijo que pidiera un deseo de Navidad, entonces le solicité que me dejara verle el rostro. Me quitó la venda por unos segundos y vi un hombre desquiciado, moreno, alto, de unos 40 años si acaso y con la cara ovalada. Parecía tener mucho miedo», recuerda Gina.
Aquella imagen la dejó obsesionada para siempre con una pregunta que casi treinta años después alimenta el dolor de su cuerpo cuando lo usa en las clases de danza. Una pena etérea compartida con sus amigas, relacionada con la curiosidad por saber si aquellos hombres hoy logran dormir tranquilos.
«Es fuerte cuando pienso que andan libres por la calle y crían nietos», dice mientras se arregla el cabello con unas canas que no se preocupa por tapar, tal vez orgullosa de haber llegado de pie hasta tan lejos luego de humillaciones como la de haber escapado de un pelotón de fusilamiento diseñado solo para amedrentarla.