EL VIDEO
Discurso de Gabriel Boric
El erizo es intenso, profundo, embriagador, suave, delicado, poderoso e insistente
Por Ignacio MEDINA, @igmedna
Descubrí el erizo de mar en Figueras, un pequeño pueblo de la Costa Brava, en España. Difícil olvidarlo. Me lo sirvieron en el comedor de Eldorado Petit -entonces, una de las cumbres de la cocina española- junto a unas láminas de pan tostado salpicadas con un hilillo de aceite de oliva virgen extra.
Aquellos erizos eran chicos y de un color rojo fuerte, tirando a oscuro, que indicaba su origen europeo. El sabor era potente, penetrante, intensamente yodado y salino; todo el vigor del mar resumido en un minúsculo bocado. Fue un amor a primera vista, sin cortejos ni preliminares. Desde ese día lo busqué allá donde pude y participé en algunos festines: los pescábamos desde la barca con una caña terminada en un gancho y los comíamos por sacos, sentados en las piedras de la playa. Un corte con una tijera, un enjuague en un cubo con agua de mar y una cuchara de postre recorriendo las paredes interiores para extraer el coral. No hace falta más para lograr un bocado inolvidable. Bueno, todavía puede ser mejor con una copa de manzanilla en la otra mano.
Cambié el Mediterráneo por el Pacífico y aquellos erizos oscuros, chiquitos y de carnes magras, por otros descomunales, casi gigantescos. Nunca había imaginado que pudieran existir erizos tan generosos como los que encontré de este lado del mundo, con sus lenguas anchas, largas y anaranjadas. Tan dulces, sutiles y delicadas que me hicieron olvidar los erizos del pasado.
El de esta parte del Pacífico es intenso, profundo, embriagador, suave, delicado, poderoso e insistente… todo al mismo tiempo. Un suculento juego de contradicciones. Los he probado en su máximo esplendor entre Marcona y Atico (Punta Lobos, Chala, La Camana…). También mucho más al sur, en Chile, donde les profesan un culto incondicional.
Fui infiel a mi viejo afecto desde el primer instante. Con el primer bocado tuve claro que el erizo es, de hecho, la especie que define la grandeza de la despensa del Pacífico. Incorporé más tarde la concha negra, el pejesapo y el rinchín –le dicen pez diablo- al listado de especies que definen mi percepción de la excelencia, pero el erizo estuvo en cabeza desde el primer momento. Y ahí sigue.
Un día, en lo mejor de la temporada, cuando el invierno trae las temperaturas más bajas al mar y la calidad del erizo se dispara, pesamos 150 gramos de lenguas dentro de un solo ejemplar. Muchos lo saben, lo que comemos y llamamos lenguas son los órganos reproductores del erizo: las criadillas del mar.
Otro día, sentado a la mesa del Bar Liguria, en Santiago, con el chef brasileño Alex Atala y la periodista peruana Ana María del Rivero, llegó un plato sopero repleto de erizos hasta el borde. Sentí algo parecido a un temblor que sacudió mi cuerpo para extenderse al comedor y después a las calles de Providencia. Hacía poco que se había levantado la veda –en Chile se preocupan de conservar la especie; deberíamos aprender- y no eran los mejores del año, pero la experiencia fue estremecedora.
He comido los erizos al natural y en cebiche. También a la oriental, mezclados con algas y una suave salsa ponzu, pero hay dos recetas que han quedado marcadas en esa parte del cerebro que almacena las terminales del placer: la tortilla de erizos que de vez en cuando prepara Héctor Solís en el Fiesta de Lima y la lasaña de Sacha Hormaechea, en el restaurante Sacha, en Madrid. Es la lasaña más simple que conozco: una hoja de pasta wantán recién hervida, unas lenguas de erizo, otra lámina de pasta, un hilo de buen aceite de oliva virgen extra, unas escamas de sal maldon… y la gloria. Buen provecho.