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Jaime Ortega Carrascal
Caucasia (Colombia), 9 ago (EFE).- A los once años de edad, Eder Aguilar soñaba con ser el mejor recolector de hoja de coca de su pueblo, en el noroeste de Colombia, y hoy a los 29, ya con un título universitario, ayuda a reconstruir el tejido social de su región.
Su historia puede ser la de cualquiera de los miles de colombianos que encontraron en los cultivos ilícitos una fuente de riqueza rápida y también efímera, pero a diferencia de muchas otras con final trágico, la suya ha sido diferente.
Eder Aguilar (nombre ficticio), creció en una aldea entre los departamentos de Antioquia y Córdoba, en la próspera región del Bajo Cauca, por las aguas del río que la bañan, y a los diez años, como muchos niños de la zona, cambió la escuela por las plantaciones de coca que enriquecieron a algunos y arruinaron a casi todos.
Aguilar recuerda que su padre, un campesino de toda la vida, empezó a trabajar en la recolección de hoja de coca a mediados de los años 90 cuando los cultivos ilícitos se propagaron por la región y se convirtieron en una actividad «normal» para todos, como sembrar y cosechar plátanos, yuca o cualquier otro producto del campo.
«Empecé a trabajar con él cuando tenía diez años, y a los once ya había cambiado mi sueño de ser futbolista como Carlos ‘El Pibe’ Valderrama por el de ser el mejor raspachín (recolector de hoja de coca) de la región», cuenta en una entrevista con Efe en Caucasia (Antioquia), la principal ciudad de la zona.
Aguilar afirma que en ese trabajo, que destroza los dedos por las ramas del arbusto, «le ganaba a gente mayor» en cultivos que crecían día a día y que en poco tiempo hicieron que la tierra de las fincas fuera insuficiente para sembrar coca, lo que llevó a los campesinos a derribar árboles para extender las plantaciones a las montañas.
«Había señores que cogían al día tres arrobas de coca mientras yo cogía cinco por las que en 1997 me pagaban 25.000 pesos diarios (unos 22 dólares de la época), ¡y solo tenía once años!», afirma.
El cultivo de coca causó tal euforia que prácticamente nadie volvió a cultivar nada diferente en la zona «y empezamos a comprar en los mercados plátanos, frutas y verduras que antes sembrábamos, o los pescados que antes sacábamos de los ríos», lo que acabó siendo como una maldición para las comunidades de la región.
«Todo el mundo se olvidó de la escuela rural. Nadie -rememora- se preocupó más por tener un profesor para los niños, se acabó la Junta de Acción Comunal y muchos se fueron con sus familias -la suya fue una de ellas- a La Caucana», caserío que era el principal centro de comercialización de coca del Bajo Cauca y, por su ubicación estratégica, disputado por la guerrilla de las FARC y el Bloque Mineros de las paramilitares Autodefensas Unidas de Colombia (AUC).
«Cuando todos empezamos a ganar dinero con la coca cambió totalmente nuestra cultura. Pasamos de esa cultura comunitaria (…) a la cultura de la mafia», explica.
Pero la bonanza, que hizo proliferar en la zona los burdeles, empezó a marcar su fin el Domingo de Resurrección de 2001 cuando las FARC atacaron La Caucana para tratar de expulsar a los paramilitares que les habían arrebatado ese territorio.
La incursión guerrillera, que dejó varios muertos, obligó a muchas familias a emigrar nuevamente en busca de seguridad, esta vez para Caucasia, donde su padre montó un comercio.
En la ciudad, ya sin poder dedicarse a la recolección de hoja de coca porque además el Gobierno intensificó la erradicación de cultivos ilícitos con el herbicida glifosato, Aguilar decidió retomar sus estudios de bachillerato y nació el sueño universitario.
Así empezó a estudiar comunicación social y periodismo, con dificultad ya que su padre fue asesinado por una banda dedicada a la extorsión, y él tuvo que compaginar sus estudios con el trabajo.
«Uno pasa de vivir de eso (la coca) a vivir las consecuencias de eso porque con la muerte de mi papá se nos rompió la familia; mi mamá tuvo que emplearse como doméstica y mis hermanas se casaron muy jóvenes», afirma.
Hoy Aguilar trabaja en programas de la cooperación internacional que ayudan a reconstruir el tejido social del Bajo Cauca y otras regiones del noroeste de Colombia mediante planes de desarrollo alternativo dirigidos a comunidades víctimas de la violencia del conflicto armado o que han vivido de la ilegalidad.