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Discurso de Gabriel Boric
Por Pablo URIBE RUAN, para SudAméricaHoy
La miran, con un conspicuo sigilo, como si se tratase de un bastión que no ha sido conquistado. Tan tropical y andina, tan desigual pero persistente, Colombia nunca ha tenido un gobierno de izquierda -aunque pueda considerase socialista la agenda de Alfonso López Pumarejo en 1934- y esto la convierte en una obsesión para la izquierda continental.
Hugo Chávez lamentaba el dominio de “las oligarquías” en el vecino país en sus eternas alocuciones, mientras que Fidel Castro apoyaba, sin éxito, cualquier intento de la izquierda, por vía legal o ilegal. Hasta que apareció Gustavo Petro, amigo de los dos. Y luego de años de correrías políticas, hoy ganaría las elecciones presidenciales (mayo 2022) en primera vuelta.
En su tercer intento para llegar a la Casa de Nariño, Petro, un exguerrillero del Movimiento Abril 19 (M-19), lidera todos los sondeos por encima del 40% de intención de voto, con un discurso en el que prima la antipolítica y la transformación radical. Romper con lo que se ve y huele a continuismo, sea como sea, propone. Esto implica acabar con el modelo económico, refundarlo, hasta reducirlo a tales niveles de indignación que no haya pan por falta de harina, mientras se estructura un sistema agroindustrial que rememora los tiempos del proteccionismo burocrático de Prebisch.
Porque el cambio, dicen, es inevitable -más después de una pandemia- en un país cuya historia en el que la izquierda ha estado asociada, no con Haya de La Torre y Cárdenas, sino con grupos armados ilegales y sindicatos moribundos. Hasta que llegó Petro.
Él, un andino con alma caribeña, habla en tercera persona, con ese burbujeante verso metafísico, que, desde su a boca, lo lleva a intervenir, con frases como: “Petro dice que”, en vez de “yo opino que”. Demagogia sintomática. Y así capta la atención y convence, con poca sonoridad, pero varias verdades. Verdades a medias. Como esa de que Colombia ha fracasado; esa de que es el país más violento del mundo; esa de que el feudalismo y los señores feudales explotan a unos vasallos, todavía. Con hambre y descontento, la flauta del inconformismo suena bien, así eructe mentiras.
¿No fue Colombia, acaso, uno de los países de la región que más redujo la pobreza en los últimos años? Lo que lleva, ineludiblemente, a plantear una pregunta más estructural, tan distintiva para definir el país: ¿Es el país hoy menos violento que antes? Sí, ya no se matan tantos colombianos. Menos que en México o Venezuela u Honduras o El Salvador, y en Medellín, Cali o Bogotá mueren menos que en Caracas, Tegucigalpa o Monterrey.
Lo deseable, cómo no, es que cesen las muertes. Que no se mate un solo líder ambiental y social en la Amazonía (y muchos otros lugares) y que los servicios públicos y el Estado lleguen al empobrecido departamento de El Chocó y el sur del Bolívar (y otros). Y que no se roben parte importante de los recursos. Pero estos casos, tan dolorosos por su repetitivo rol victimizante y una decadente clase política, muestran la necesidad imperiosa de reformas. Sin desconocer al mismo tiempo que Colombia es menos violenta y pobre de lo que era antes y debe levantar cabeza por la pandemia, como todos.
Y que llamar al país un fracaso descomunal y feudal es, por tanto, una falacia por falta de evidencia (cherry picking). Porque Petro es una falacia que, entre mentiras y verdades, busca gobernar a Colombia, invocando un pasado nefasto sacudido por un presente transformador para el futuro de los jóvenes.
Y para el futuro del Socialismo del Siglo XXI.