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Discurso de Gabriel Boric
Fidel Castro estuvo en una finca de Chía, en la sabana de Bogotá, días antes del 9 de abril de 1948. Me lo contó el único testigo vivo de aquella visita, Inés Duarte, de ochenta y nueve años, que hoy vive en un barrio al norte de la capital colombiana. “Todas las chicas presentes cuando llegó aquel hombre tan buen mozo y elocuente quedamos absolutamente fascinadas con él”, son las palabras de doña Inés para describir la impresión que dejó en ella y en sus primas aquel joven que acababa de llegar a Colombia patrocinado por la Federación de Estudiantes Peronistas argentina.
Este episodio, desconocido hasta hoy, agrega una pieza al mosaico de actividades del líder cubano recién fallecido, cuya presencia en este país el mismo día en que mataron al caudillo liberal Jorge Eliécer Gaitán, ha dado lugar a todo tipo de especulaciones sobre su grado de participación en unos hechos que partieron en dos la historia de Colombia; y que, según la confesión del propio Castro, influyó definitivamente en su vida. “Aquello me planteó la toma del poder por las armas y la necesidad de que haya un liderazgo cuando la gente manifiesta el descontento popular”, dijo a Carlos Franqui, un comandante de la Sierra Maestra, luego exilado en Francia, que lo narró en sus memorias.
La presencia de aquel estudiante de derecho de veintidós años, que cuando llegó a la finca La Samaria al norte de Bogotá nadie sabía quién era, no fue bien recibida por el dueño de casa, don Alberto Duarte Roso, que vio en un “muchacho, seguramente comunista, un peligro para su hija y sus sobrinas”, dice doña Inés. “Castro jugó conmigo pingpong, grabó su nombre en un árbol que había frente a la casa y nos conquistó a mis primas y a mí”. La deducción de don Alberto de que seguramente era comunista, se debió a la personalidad de quien lo había llevado hasta una casa de la alta burguesía bogotana, Pepe Gutiérrez, quién luego sería marido de una de las primas de la señora Duarte.
José Gutiérrez Rodríguez, en ese momento estudiante de medicina, sería luego un destacado psiquiatra y escritor, discípulo de Erich Fromm en México y divulgador en Colombia de las ideas del psiquiatra alemán que teorizó sobre la variante marxista del socialismo democrático. Pepe Gutiérrez, como era llamado por todos en los círculos políticos de la izquierda colombiana, además de ejercer la medicina, fue pionero en este país del estudio de temas sociales como el de los niños de la calle, aquí conocidos como gamines, tema al cual dedicó un libro en 1973. Cuando llegó a la finca La Samaria con Fidel Castro, era solo el pretendiente de una de aquellas señoritas de la alta sociedad capitalina y nadie, ni él mismo, sospechaba que llegó acompañando de una de las figuras fundamentales para entender la historia del siglo XX.
Castro pasó en La Samaria solo una jornada, pero el episodio ilustra cuáles pudieron ser sus actividades en los días previos a una fecha histórica para Colombia, en la que algunos atribuyen al líder cubano y sus acompañantes llegados con él desde la isla caribeña, hechos aun no comprobados. Comoquiera que sea, no casa mucho la imagen del conspirador que prepara un grave atentado con la del estudiante de derecho que previamente se dedica a hacer algunas visitas sociales, jugar al pingpong y conquistar a las señoritas de la alta sociedad bogotana.
Bien es cierto que desde un primer momento se atribuyó a Castro, a Rafael del Pino y a los compatriotas que llegaron aquellos días al Congreso Latinoamericano de Estudiantes que se celebraba en Bogotá, coincidiendo con la Conferencia de Estados Americanos, incluso el papel de instigadores de los graves sucesos en la capital colombiana. Lo cuenta el propio Fidel Castro en el relato que hace a Carlos Franqui.
Después de haber participado activamente durante los disturbios callejeros, eso sí es cierto, Castro llega al hotel Claridge, en donde se hospedaban los peronistas patrocinadores del viaje estudiantil, y allí se encuentra con uno de los delegados argentinos “que estaba muy asustado. Ya para ese momento habían empezado a circular una serie de falsos infundios de que los cubanos habían organizado aquello, que habían sido vistos cubanos dirigiendo aquella cosa”, dice Fidel.
“Cuando aquel delegado argentino [Jerónimo Remolino], que había ido al Congreso, nos vio, se asustó tremendamente, estaba lleno de pánico, y sin que me explique por qué comenzó a decirme: ‘¡En qué líos nos han metido!’ Entonces yo le dije: ‘Bueno, pues, mire: usted ahora nos lleva en el carro’ –tenía un carro diplomático–, le exigí que me llevara a la sede de la embajada cubana en un carro diplomático.”
Fidel Castro cuenta que aunque ya era después de la hora del toque de queda, gracias al hecho de ir en un coche diplomático pudieron llegar a la sede de la embajada de Cuba. Y reconoce que paradójicamente, a pesar de ser un opositor al gobierno de Ramón Grau San Martín, presidente de Cuba en ese momento, el responsable de la legación cubana “tuvo una buena actitud y se interesó mucho por nosotros. Después le comuniqué dónde estaban los otros compañeros, dónde había que recogerlos, de lo que a su vez la embajada se encargó”.
“Era cónsul de Cuba –dice Castro– un señor muy bondadoso y la señora, en cuya casa dormimos, y era de apellido Tabernilla. Nada menos que hermano del Tabernilla que después fue jefe del Ejército de Batista, y del cual –independientemente de la historia bochornosa de los Tabernilla– siempre dejó en mí aquel hombre la impresión de que era una persona bondadosa”. En ese momento, aquellos diplomáticos tan amables ignoraban en las que había estado metido horas antes el estudiante al que hospedaron tan generosamente.
El escritor colombiano Plinio Apuleyo Mendoza, cuyo padre acompañaba a Gaitán en el momento de su muerte, recuerda así aquella jornada: “El país que habíamos conocido sucumbió para siempre aquel viernes enardecido de abril de 1948, húmedo de sangre y envuelto en ráfagas de lluvia y humaredas de incendio. Ardían tranvías y edificios públicos. Muchedumbres enloquecidas y armadas de machetes recorrían las calles. En la noche y al día siguiente, la revuelta popular fue sofocada de una manera brutal. Cuatro mil muertos quedaron en las calles de Bogotá. Solo delante de mi casa conté dieciocho cadáveres. A partir de entonces la violencia fue protagonista central de nuestra vida política”.
Para Fidel Castro, envuelto en ese torbellino en plena juventud, aquello fue una experiencia definitiva. Entre otras cosas porque sí participó activamente, fusil en mano, en los disturbios callejeros; y en sus memorias insiste varias veces cómo, casi con desesperación, trataba de buscar un líder que encauzase la revuelta popular. Castro, que se había visto con Gaitán el día siete y que había tenido del líder liberal la promesa de asistir a la clausura del congreso, se duele de que aquella revuelta caótica no tuviese líder.
Dentro de un cuartel de policía al oriente de la ciudad le insiste al comandante de la guarnición “que con el ambiente que había en el pueblo, que con la fuerza de quinientos hombres que había allí por qué no formaba dos columnas, las sacaba a la calle, las dirigía al Palacio presidencial o algún punto estratégico; que por qué no tomaba la ofensiva y sacaba en columnas aquellos hombres a la calle, a tomar posiciones estratégicas; tomar la ofensiva”. Su papel, pues, no fue en aquellas horas de mero espectador.
Quedará siempre el interrogante de cuáles fueron sus actividades durante la semana previa a aquellos hechos y cuyos testigos hoy casi todos han desaparecido. Rescato el episodio de su visita a una finca en la sabana de Bogotá porque en los protagonistas de la Historia a veces, la anécdota se convierte en categoría.