EL VIDEO
Discurso de Gabriel Boric
La patarashca que me da a probar Yolanda es uno de esos platos que llaman la atención. La ha preparado con un pampanito mediano, empapado en un adobo que acompaña el sabor del pescado, empujándolo en la boca sin ocultarlo. Es un bocado travieso y alegre: por ahí andan el ajo, la cebolla, el ají, un toque de sachaculantro y algún ingrediente más que va jugando al ratón y al gato con un pescado agradecido y feliz por el encuentro. Yolanda lo ha envuelto en una hoja de plátano y lo ha mantenido sobre la brasa el tiempo justo para dejar la carne tierna, jugosa y llena de sabor.
Es un plato tan llamativo como inesperado; un bocado estimulante. Yolanda lo presenta vestida con su uniforme de Cenfotur –chaquetilla y gorro con el emblema de la casa- aunque todo me dice que el vestuario es prestado. Su patarashca es el mejor plato que he probado esta mañana final de octubre en un encuentro culinario que me ha llenado el corazón y en el que hubo otras referencias a tener en cuenta. Sin ir más lejos, la pachamanca de Magdalena, preparada en horno –en los dominios de Magdalena se necesitarían muchos trámites y alguna maquinaria para excavar un hueco en el suelo-, con productos humildes: chancho, pollo, habas, papas…
También le he hincado el diente a una muestra suave y humilde del rocoto relleno, capaz de competir con muchos que sirven en restaurantes, o una sopa verde que llamaba la atención. Sin olvidar dos postres a tener muy en cuenta: uno, el dulce de chuño, por lo que significa; casi una pieza perdida en esta Lima que unas veces peca de falta de memoria y otras vuelve la espalda al pasado de buena parte de sus habitantes. El otro es un arroz con leche que quita el hipo y hace volar la imaginación para llevarnos lejos, muy lejos, del escenario que nos rodea.
Justo la tarde antes encontré a Sonia en la panadería y conversamos mientras preparaba empanaditas; unas rellenas de queso y otras de un guiso de carne que muestra, en un guiño picante, la sazón tarapoteña de la autora. Sonia trabaja por encargo y no para. Tanto, que la conversa no interrumpe la faena. Me habla de su hijo, al que no quiere ver en Lima para tenerlo a salvo de la ciudad, hace que me ofrezcan más empanadas y cuenta sus cosas mientras estira la masa y rellena docenas de piezas. En una de esas, me llega una pila de bandejas con alfajorcitos, pastas y turrón de Doña Pepa. No sé de quién es el mérito, porque en esta panadería se mueve tanta gente que no es fácil sacar la cuenta. Con tanto trajín, ni alcanzo a ver de donde salieron esos picarones recién fritos que se me aparecen junto a una jarra de melaza.
Para Yolanda, Magdalena, Sonia y muchas otras mujeres con las que converso a ratitos en estos días, la cocina es mucho más que un ejercicio de supervivencia: es la base de la existencia. La cocina define sus señas de identidad y afianza los vínculos con sus raíces. El suyo es un mundo chiquito en el que han aprendido a aferrarse a cada gesto para sacar adelante su día a día. La cocina lo es todo en este universo empacado entre muros.
¿No les dije? Yolanda, Sonia, Magdalena y todas mis nuevas amigas viven en el Penal de Santa Mónica, en Chorrillos. No me preocupa el motivo; lo realmente importante es ver hasta donde puede llevarlas su relación con la cocina. (Somos. El Comercio)