jueves, 29 de mayo de 2014
Perú, calificando restaurantes

Ignacio-Medina_ESTIMA20110531_0016_10Por Ignacio MEDINA, @igmedna

Creo que todo empezó con la Michelín. No tengo noticias de que alguien se dedicara antes que ellos a puntuar el trabajo de los restaurantes.La leyenda dice que fue la guía francesa y que les costó lo suyo decidirse a hacerlo. Nacida en 1900 como instrumento promocional para vender neumáticos –Francia contaba entonces la escalofriante cifra de 2.897 vehículos de motor matriculados-, la Michelin salió a la venta en 1920 y no estrenó sus primeras estrellas hasta la edición de 1926. Desde entonces, califica con una, dos y tres estrellas: la máxima aspiración para cualquier restaurante.

Las calificaciones se extendieron a las nuevas guías de la segunda mitad del siglo XX, encabezadas por la Gault et Millau, que instauró el sistemas de puntos -valora sobre 20-, y el puntaje fue pasando a la prensa escrita. Estrellas, soles, tenedores, diez o veinte puntos… la crítica de restaurantes resulta cada día más extraña si no llega enganchada a una calificación.

Sobre el papel, los inspectores de la Michelín se mueven en solitario y de riguroso incógnito, aunque son viejos conocidos para la mayoría de los cocineros. Son los últimos supervivientes de las viejas prácticas. Hace mucho tiempo que los críticos gastronómicos no se ocultan tras un seudónimo; la independencia se maneja hoy a cara descubierta. El tiempo lo cambia todo: el compromiso público del crítico frente al anonimato y la clasificación del restaurante como una exigencia añadida.

Las calificaciones también se han hecho un espacio en estas páginas, donde la valoración de los restaurantes se establece sobre una nota máxima de 20 puntos. Nunca se ha llegado a tanto –no están nuestras cocinas para echar a volar tantas campanas- y tampoco se ha bajado de 10 ¿Qué sentido tendría valorar un restaurante sin nada que lo justifique?

A día de hoy, las puntuaciones de esta sección oscilan entre los 11 puntos de la valoración más baja hasta el 16,5 que define la máxima. Cinco puntos y medio han sido hasta ahora suficientes para medir la distancia que media entre la mediocridad y la excelencia. O no… Depende.

La calificación de un restaurante lo incluye todo: cocina, servicio, bodega, decoración o instalaciones. Premia los puntos fuertes y penaliza las fallas. También favorece a los restaurantes completos frente a los negocios más humildes. Es difícil comparar los 13 puntos de La Botica –una taberna en la que la cocina y el precio, tiran del puntaje hacia arriba- frente a los 13,5 de El Mercado, cuya propuesta mostraba fallas notables. La humildad del local de La Botica, el servicio o la oferta de vinos y cocteles reducen su valoración final.

“Será un reto interesante lograr un 18 tuyo”, me escribía el director de un restaurante limeño. No lo creo. El desafío no es lograr 18 puntos, sino ser capaces de construir restaurantes completos cuya cocina se complemente con el resto. Por lo pronto, un servicio profesional y eficaz, ajeno al amontonamiento de personal en la sala y al servilismo decimonónico que aun rige en los grandes comedores limeños. Para continuar, una bodega completa, capaz de escapar al tópico para hacerse fuerte en la calidad y en precios de este mundo. Más: un local cómodo y confortable, concebido para un cliente que no acude con ánimo de bailar, asistir a un festival de bachata o comer en medio del tumulto. O en el que la llegada de la noche no te impida ver la comida. La más importante: la relación entre la calidad de la experiencia –comida, espacio, servicio…- y el precio que cobran por ella. Cuando en una ciudad como Lima te piden más de 300 soles por un menú, las contrapartidas deben ser 300 veces mayores.

Resuelvan eso y las puntuaciones llegarán solas.