EL VIDEO
Discurso de Gabriel Boric
Por Ignacio MEDINA
Encontré a Toribia junto a su carretilla, en una esquina de la Plaza de Armas de Cabana, allá donde Juliaca se alarga hacia la campiña. Lo suyo era poca cosa: unas gaseosas, muchos dulces y una sartén apoyada en el suelo en la que daba vueltas a unos trozos de alpaca. Comimos un plato de su chicharrón de alpaca con mote y chuño por dos soles cincuenta y enganchamos la charla, derivada en un interrogatorio a este tipo que le hablaba con acento extraño. Quería saber de mi tierra, de por donde queda, de lo que se cultiva en ella, de cómo es la vida en un mundo que no imaginaba tan lejano. Dos cosas me quedaron de aquel encuentro: el gesto de pena que asomó a su cara cuando supo que en la vieja Castilla no cultivan ni el chuño ni la quinua y su interés por saber como era el clima al otro lado del mundo, concretado en un elemento primordial: el agua. ¿Cuánto llueve? ¿Durante cuánto tiempo? ¿Cómo se riega? ¿Quiénes riegan?
La de Toribia es una historia chica que encierra asuntos mayores. El del agua, sin ir más lejos, tan abundante y sin embargo tan escasa en estas tierras del altiplano, dominadas por un mar casi inservible. Nunca había encontrado un país con tanta agua y tan maltratada.
En las tierras de Cabana manda el agua y, tras ella, la quinua y el chuño, que vienen a ser sus consecuencias. Tres verdades que resumen la realidad de un mundo que, para suerte de todos, cada día nos resulta menos ajeno. También el de la quinua, tan popular en las cocinas más lejanas, tan ignorada por la mayoría de los peruanos y fundamental en torno a los sembríos del altiplano.
Hablaba de todo eso, una hora después de dejar a Toribia, con Simeón Genaro Miranda, productor de casi ochenta variedades de quinua en la cercana Collana. Simeón vive a la espera del agua, con un ojo dedicado a registrar las señales del cielo y el otro en la búsqueda de caminos que estimulen el cultivo de nuevas variedades. No es fácil hacerlo cuando el productor sobrevive a base de administrar la miseria, pero va obteniendo resultados.
Volví a encontrarme con Simeón un año después en las calles de Lima. Me miró, sonrió y me dijo, casi sin saludar, “ayer empezó a llover”. Sólo pasaron dos meses antes del tercer encuentro, esta vez junto al escenario de Madrid Fusión, a punto de empezar su defensa de los cereales andinos en el congreso culinario más avanzado del momento. Me habló de nuevo del agua, pero le vi asaltado por una nueva preocupación: las voces socialmente avanzadas que desde la concienciada Lima ignoran el consumo de quinua en la misma medida que reclaman ampliar los cultivos para impulsar la bajada del precio.
La familia Miranda cultiva cuatro hectáreas de terreno, siguiendo un ciclo cada día más avaro: un año chuño, al siguiente quinua, después alfalfa y tres o cuatro años de descanso. El último año obtuvieron 400 kilos, que vendieron, como el resto de los miembros de la cooperativa, a 5 soles por kilo. Los ingresos de Simeón Genaro Miranda en 2012 rondaron los 2000 soles. “¿Cómo vamos a vivir si baja el precio?”, me decía, “muchos dejarán de cultivar”. Una más de las muchas paradojas que asaltan la cocina peruana. El precio de la quinua sube impulsado por su prestigio en el mercado internacional pero es ignorada en su propia tierra, donde sufre las consecuencias de un estigma que parece eterno: sigue siendo comida de pobres. Con todo lo que eso arrastra en esta tierra. (Publicado en Somos. El Comercio)