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Discurso de Gabriel Boric
Por Mariano CAUCINO
Una serie de entrevistas del presidente de Uruguay Luis Lacalle Pou en los medios argentinos despertaron una ola de entusiasmo en buena parte de la sociedad. Una suerte de Lacallemanía llevó a que, un poco en broma y otro tanto en serio, algunos llegaron a pedir “patria-querida-dame-un-presidente-como-Luis-Lacalle”.
Sin embargo, por muchos talentos que tenga Lacalle Pou, en rigor los argentinos no necesitamos clonar al actual presidente uruguayo. Pero, ¿qué fue lo que entusiasmó a los argentinos escuchando al presidente uruguayo? Principalmente, la fuerza de sus ideas y valores. Pero, ¿estas convicciones pueden aplicarse en nuestro país? Esbozar una respuesta requiere bucear en una comparación sobre la sociedad argentina y la uruguaya. ¿Somos tan distintos o las semejanzas superan a las diferencias?
De la misma forma que los ciudadanos de la República Democrática Alemana (Alemania comunista) no eran peores que los de su vecina la República Federal Alemana (Alemania occidental), del mismo modo que los coreanos del Sur no son mejores que los del Norte, los argentinos no somos ni mejores ni peores que los uruguayos.
Los países progresan o decaen en función de los sistemas políticos, jurídicos y económicos que aplican. Las mismas personas pueden triunfar o fracasar, de acuerdo a las medidas que adopten y al sistema en el que se desenvuelven. Los cubanos son prósperos en Miami y pobres en La Habana. Los chinos vivían casi en un sistema feudal con Mao y se enriquecieron desde que Deng Xiaoping lanzó sus reformas de mercado.
Por ello lo más valioso que se desprende de las declaraciones de Luis Lacalle Pou son las ideas que promueve. La Argentina fue un gran país cuando adoptó un modelo constitucional republicano, un sistema económico de libertad económica y un esquema de inserción internacional inteligente para su época. Fue entonces cuando ese sistema convirtió a la Argentina en el imán de atracción para cientos de miles de inmigrantes que huían de la pobreza en Europa optaran por instalarse en nuestro país y constituyeran la sociedad exitosa de la que somos herederos. A su vez, el partido radical y el peronismo completaron las indispensables incorporaciones de la clase media y la clase obrera a la vida política. Hasta los años 60 o 70 la Argentina era un país infinitamente mejor que el de nuestros días. Había problemas, desde ya, pero había movilidad social ascendente y una clase media envidiable para los parámetros regionales.
La sensación de decadencia sin freno que hoy asiste a los argentinos -cuya manifestación más contundente se refleja en la enorme cantidad de jóvenes que emigran a otros países- nos obliga a plantear las bases para un debate cultural. Las ideas de pleno respeto por la libertad individual y apoyo a la iniciativa de los particulares plasmadas por el mandatario oriental parecen contrastar con la insistencia vernácula de un gobierno que parece pretender controlar cada rincón de nuestra existencia.
Mientras vemos que desde el poder se ataca a los que producen, se expolia a los que trabajan y se premia a los que no lo hacen, nada positivo puede ocurrir. La insistencia en perseguir el ahorro de los argentinos mientras destruimos nuestro signo monetario solo consigue prolongar nuestro letargo. Al mismo tiempo, en tanto, un peligroso discurso oficial propaga un relativismo cultural consistente en igualar para abajo, atacando la meritocracia, promoviendo la mediocridad, pavimentando el camino a la pobreza. Mientras el movimiento nacional siga reemplazando a la dignidad del trabajador por la exaltación del lumpenaje como sujeto de la historia, solo se conseguirá eternizar este presente que nos llena de pudor.
Una editorial de un diario montevideano señaló que la ronda mediática de Luis Lacalle Pou por los medios argentinos fueron recibidas «como un bálsamo frente al errático populismo» del gobierno argentino y un libertario con gran presencia en las redes sociales graficó que «un Muro de Berlín de agua dulce» se había erigido en el Río de la Plata.
Las ideas de la libertad apuntadas por el mandatario uruguayo acaso puedan despertar la necesidad de repensar los valores que guían a nuestros gobernantes. También resulta útil recordar que el apego a la legalidad tan característico de los uruguayos no resulta de un hecho de la naturaleza. Por el contrario, surge de la gran inversión que en materia de educación básica ese país ha realizado.
Los argentinos tenemos la responsabilidad de convertir nuevamente al país inviable de hoy en una gran Nación. Para lograrlo debemos comprender cuáles ideas son las que conducen al progreso y cuáles a la postración. La historia es una sucesión de hechos que pudieron ser evitados. No estamos condenados al éxito ni al fracaso. Depende de nosotros y de las ideas que adoptemos. V.O. INFOBAE